Entre todas las maravillosas bendiciones de la Navidad, en su núcleo, esta temporada celebra el regalo de la vida a través del nacimiento de un bebé. Por supuesto, el nacimiento de un bebé siempre es un evento glorioso que merece una buena celebración. Mi esposa y yo tenemos cuatro hijos, y nuestros amigos y familiares han recibido cada nacimiento con alegría y entusiasmo, como es de esperarse.

Cada nacimiento nos recuerda el misterio de la vida y el regalo de la creación. Esa pequeña persona que ahora duerme en mis brazos no existía hace un año. De una forma pequeña, cada nacimiento refleja la historia de la creación original: un movimiento de la no existencia hacia la vida. Dios, en su gracia, habló al mundo y lo creó de la nada, y lo consideró «muy bueno». Cada vida nos apunta a esta realidad y regalo. Sin embargo, si cada niño que nace nos recuerda la gracia del mundo creado y de la vida física, el nacimiento de nuestro Señor debería llevarnos a regocijarnos tanto en la creación original como en la nueva creación. De hecho, no podemos entender completamente el gozo de la nueva creación, traída por el nacimiento y la obra de Cristo, sin conocer su conexión con la creación original.

El apóstol Juan establece esta conexión explícita en el primer capítulo de su Evangelio. Escribe que la Palabra «estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de Él, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho». Más adelante, en Juan 1:14, dice: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros». ¿Por qué es tan significativo que quien creó el mundo de la nada haya venido a la tierra y habitado entre nosotros? O, en otras palabras, ¿cómo puede esta conexión entre creación y nueva creación, a través de la encarnación, ayudarnos a apreciar realmente la Navidad y el regalo de la vida?

Para explicar esta relación, recurriré al obispo del siglo IV, Atanasio de Alejandría. Atanasio es conocido principalmente por su defensa de la deidad de Cristo y la Trinidad contra el arrianismo, pero en su obra «Sobre la Encarnación» ofrece ideas que pueden ayudarnos en esta temporada navideña.

Creador y Creación

Atanasio comienza su argumento sobre la importancia de la encarnación señalando lo que ya hemos mencionado. Es crucial que el mismo Señor que habló al mundo para crearlo tomara la forma de un siervo y viniera en semejanza de hombres. En palabras de Atanasio:

«Comenzaremos, entonces, con la creación del mundo y con Dios su creador, porque el primer hecho que debes entender es este: la renovación de la creación ha sido realizada por la misma Palabra que la hizo en el principio. No hay, por lo tanto, inconsistencia entre la creación y la salvación; porque el único Padre ha empleado al mismo agente para ambas obras, llevando a cabo la salvación del mundo a través de la misma Palabra que lo hizo en el principio»1 (18).

Es significativo que la Palabra de Dios, quien se hizo carne, sea quien creó el mundo, pero también es necesario comprender correctamente cómo fue creada. Dios no usó materia preexistente para construir el mundo como un maestro de obras construye una casa. En cambio, habló la totalidad de la creación a la existencia con su Palabra. Cada planta, animal, océano y montaña fue hecho por el poder de su voz. En el pináculo de la creación, Dios colocó a la humanidad —creada a su imagen y con la capacidad de conocerlo y amarlo—. Atanasio describe esta capacidad como la verdadera vida y un regalo especial: «Reservó una misericordia especial para la raza humana» (20).

Creación y Caída

Habiendo recibido el regalo de la vida física de la nada por medio de la Palabra, Dios colocó a la humanidad en el jardín y les dio una prohibición para que pudieran «continuar para siempre en la vida bendita y única verdadera de los santos en el paraíso» (20). Sin embargo, había una elección abierta:

«Si guardaban la gracia y retenían la belleza de su inocencia original, entonces la vida del paraíso sería suya, sin tristeza, dolor ni preocupación, y después de eso, la seguridad de la inmortalidad en el cielo. Pero si se desviaban y se corrompían, descartando su derecho de nacimiento de belleza, entonces estarían bajo la ley natural de la muerte y ya no vivirían en el paraíso, sino que, muriendo fuera de él, continuarían en muerte y corrupción» (20).

Lamentablemente, vivimos en un mundo donde los trágicos resultados de la decisión de la primera pareja todavía resuenan hoy. Cuando la humanidad pecó en Adán, comenzó un proceso de muerte que deshizo la obra de la creación, llevándonos hacia la no existencia al estar separados de la fuente de la verdadera vida: el Dios Creador. Atanasio explica:

«La transgresión del mandamiento hacía que ellos regresaran nuevamente a su naturaleza original; y así como al principio habían surgido de la no existencia, ahora estaban en camino de regresar, a través de la corrupción, a la no existencia. La presencia y el amor de la Palabra los había llamado a la existencia; inevitablemente, cuando perdieron el conocimiento de Dios, también perdieron la existencia, porque solo Dios existe verdaderamente. El mal es la no existencia, la negación y antítesis del bien» (21, itálicas añadidas). 

El dilema divino

La rebelión de la humanidad contra Dios fue más que una simple decisión equivocada que pudiera corregirse y superarse. Al rebelarse contra el autor de la vida, la humanidad se inclinó hacia la corrupción y la no existencia. Desde nuestra perspectiva, esto parece haber colocado a Dios en un dilema. Atanasio describe este problema aparente de la siguiente manera:

«Por supuesto, habría sido impensable que Dios se retractara de su palabra y que el hombre, habiendo transgredido, no muriera; pero también era monstruoso que los seres que una vez habían compartido la naturaleza de la Palabra perecieran y regresaran nuevamente a la no existencia a través de la corrupción. Era indigno de la bondad de Dios que criaturas hechas por Él fueran reducidas a la nada por el engaño del diablo sobre el hombre; y era sumamente inapropiado que la obra de Dios en la humanidad desapareciera, ya sea por su propia negligencia o por el engaño de los espíritus malignos» (24). 

Entonces, ¿qué debía hacer Dios? Su creación amada y culminante, sus portadores de imagen, estaban corrompidos en su naturaleza. Su amor por la creación era demasiado grande para dejar que la humanidad descendiera aún más en la muerte, el desorden y la destrucción. Sin embargo, no podía simplemente ignorar la sentencia de muerte pronunciada como juicio por el pecado. El juicio de muerte dictado por el pecado no era arbitrario. Los seres humanos fueron creados para recibir vida de su Creador, sostenidos por su comunión y bajo su autoridad. Su Palabra es vida, y rechazar esa Palabra es alejarse de la existencia hacia la no existencia, renunciando completamente a lo que es la vida verdadera.

El corazón del dilema divino residía en el rechazo de la vida—y de la existencia misma—por parte de la humanidad. El pueblo de Dios se había apartado de la vida verdadera para buscar la vida en sí mismos, lo que inició su descenso hacia la muerte y la destrucción. ¿Qué podría sacarlos de la muerte y llevarlos a la vida? ¿Qué podría revertir el curso de la no existencia hacia la existencia? Solo aquel que originalmente dio la vida. Solo la verdadera Palabra de Dios—quien habló la creación a la existencia desde la nada—podría traer vida de la muerte. Por eso, debía venir al mundo que creó y a las personas que amaba, tomar un cuerpo humano y darles vida.

La encarnación trae vida

Aquí es donde comenzamos a comprender completamente la razón por la cual la misma Palabra que creó el mundo debía ser quien se hiciera hombre para redimirlo.

«Esto lo hizo por puro amor hacia nosotros, para que en su muerte todos murieran, y la ley de la muerte fuera abolida, porque, habiendo cumplido en su cuerpo aquello para lo cual fue designado, quedó anulado su poder sobre los hombres. Esto lo hizo para que pudiera volver a llevar a la incorruptibilidad a los hombres que habían regresado a la corrupción, y darles vida mediante la muerte, a través de la apropiación de su cuerpo y por la gracia de su resurrección» (26). 

En todo el Evangelio de Juan leemos acerca de la vida que viene a través de la Palabra que se hizo carne. En Juan 1:4, inmediatamente después de decir que todas las cosas fueron hechas por medio de él, se nos dice: «En Él estaba la vida». En Juan 3, Jesús le dice a Nicodemo que debe nacer de nuevo, para la vida verdadera, la cual solo se encuentra creyendo en Él. En Juan 5:21, leemos: «Porque así como el Padre levanta a los muertos y les da vida, asimismo el Hijo también da vida a quienes Él quiere». Y finalmente, en Juan 11:25–26, Jesús le dice a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás».

Si Atanasio está en lo correcto, entonces todos estos pasajes describen la gran reversión traída al mundo con el nacimiento de Cristo, comprada por su muerte y asegurada por su resurrección. El nacimiento de Cristo fue el momento clave para el cual la creación contenía la respiración. Al hacerse hombre y entrar en el mundo, trajo vida verdadera a quienes estaban sentados en la sombra de la muerte. Solo aquel que creó el mundo podría, una vez más, darle vida al mundo.

Celebrando el regalo de la vida 

Para nosotros, esto significa que la celebración de la Navidad es una oportunidad para reconocer y regocijarnos en la vida verdadera. Fuimos creados para disfrutar de Dios y tener comunión con Él. La vida verdadera se encuentra en Él. El pecado nos arrebató esto a través de la muerte y la destrucción, pero la encarnación revierte el curso al traernos vida. Juan 17:3 lo pone de esta manera: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado». En Navidad, celebramos la oportunidad de hacer lo que los humanos fueron originalmente creados para hacer: vivir con Dios.

Lo que es tan magnífico acerca del regalo de la vida traído por la encarnación es lo que nos dice sobre el amor iniciador de Dios. Nuestra mayor necesidad era ser rescatados de la espiral de muerte del pecado, pero no podíamos hacerlo por nosotros mismos. La encarnación, quizás más que cualquier otro momento en la historia, nos muestra que Dios busca, persigue y ama lo que ha creado. Él vino. Se presentó. Tomó forma de siervo. En él estaba la vida, y trajo esa vida a nosotros. Nos rescató de la muerte y la corrupción cuando no podíamos rescatarnos a nosotros mismos.

En esta Navidad, que el regalo gratuito de la vida, traído a nosotros a través de la encarnación de nuestro Creador, nos lleve a la gratitud y al gozo.

[Nota del editor: Este artículo fue publicado originalmente en diciembre de 2020 y ha sido actualizado.]

 

[1] Athanasius (2018). On the Incarnation (A Religious of C.S.M.V. Trans.) Louisville, KY: GLH Publishing Company.