Cristo es la cabeza de la Iglesia. Este no es un asunto benigno que puede ignorarse. Es una doctrina que ha llegado a la Iglesia actual, habiendo navegando en un mar de sangre. Hay hombres que han defendido esta verdad con sus propias vidas. ¿Cómo es que hay páginas y memorias manchadas de sangre y aun así esta verdad se encuentra en el abandono en muchas vidas, púlpitos e iglesias?

En una época cuando los papas y sacerdotes usurpaban el puesto de Cristo como cabeza de la Iglesia, hombres como Juan Huss murieron en la hoguera por defender esta verdad. Huss en su obra monumental titulada «La Iglesia», escribió:

Cristo es la cabeza eternal de cada iglesia particular y de la Iglesia universal por virtud de su divinidad, y es la cabeza interna de la Iglesia universal en virtud de su humanidad; y estas dos naturalezas, divina y humana, son un solo Cristo, quién es la cabeza de su esposa, la Iglesia universal, y esto es la totalidad de los predestinados.[1]

Huss recalcó la verdad que la Iglesia siempre ha tenido y ahora tiene a Cristo como su cabeza, de quién no puede desprenderse, ya que es la esposa tejida a Él, su cabeza, por un amor que nunca termina»[2]. Huss tuvo la audacia de desafiar al Papa. De hecho, afirmó lo siguiente: «La cabeza de la Iglesia no es un papa quién está corrompido través de la ignorancia y el amor al dinero»[3].  Negó que hombre alguno fuese la cabeza de la Iglesia. Ellos pidieron su vida por dicha postura. ¡No se debe perder el significado del sacrificio que Cristo ha hecho por los suyos como cabeza de su iglesia!

Huss no fue el único mártir. Ha habido muchos a través de los siglos. Martín Lutero encontró los sermones de Huss y fue tan conmovido por ellos que se involucró en la misma lucha. Uniéndose a las filas de Huss y Lutero, se encuentran también Calvino, Knox y Wesley. Los que defendieron y escribieron de esta verdad con convicción y entendimiento fueron gigantes de la fe a quiénes deberíamos emular. Todos los grandes reformadores y predicadores a través de los siglos entendieron cuán preciosa es esta gran verdad. Todo creyente debe tener un celo incesante por restaurar la verdad de que Cristo es la cabeza de la Iglesia. El llamado es a una defensa apasionada, vigorizante e incansable de esta verdad eterna, tal como lo hizo Lutero: «Nos pueden despojar de bienes, nombre, hogar, el cuerpo destruir, mas siempre ha de existir de Dios el Reino eterno»[4]. El creyente debe unirse a la declaración de Spurgeon:

No seamos lentos en declarar con valor inquebrantable, una vez más, que los reyes y príncipes y parlamentos no tienen jurisdicción legal sobre la Iglesia de Jesucristo, ¡y que el mejor de los monarcas no tiene derecho a reclamar esos derechos reales que Dios ha dado a su Hijo unigénito! ¡Sólo Jesús es la cabeza de su reino espiritual, la Iglesia! Y todos los que vengan a ella a ejercer poder son usurpadores y anticristos —¡y no deben ser respetados en su autoridad por la Iglesia verdadera del Dios viviente![5]—.

El creyente debe unirse a las filas de aquellos que han dado tanto sacrificialmente. La historia brinda un testimonio de peso de la importancia vital que esta verdad debe tener en la vida del creyente y en la Iglesia.

Hay una plétora de ejemplos en la historia de cómo la defensa enérgica de esta verdad produjo un fundamento teológico sólido para la vida de la Iglesia. Por ejemplo, la batalla por esta verdad alcanzó un nivel febril en Escocia bajo la influencia de hombres como Juan Knox. Knox predicaba fervientemente que Cristo era la Cabeza de la iglesia. Esa predicación lo puso en conflicto con el gobierno de turno. Hubo hombres que dieron sus vidas por afirmar que no se someterían a la corona o al Papa. Desde 1625 y hasta 1675, el pueblo escocés fue masacrado por afirmar esto. Se reunían para protestar que Cristo había sido reemplazado por el hombre. Por eso fueron llamados «los pactantes». Los hombres se reunieron para redactar un pacto nacional que el pueblo escocés ratificaría, declarando que Jesucristo es la cabeza de la Iglesia, no el Papa, ni el rey o la reina. Blaikie escribe de este momento en la historia:

El intento por el partido de gobierno [la corona inglesa] de forzar una nueva liturgia en la Iglesia, cuyo uso sería vinculante bajo las penas más altas, mostraron una determinación por dejar de lado la autoridad de Cristo, y tiranizar a su herencia incluso en la región más sagrada de la adoración.[6]

La batalla se desató, pero la gente no dejaría que nadie fuse la cabeza de la Iglesia sino Cristo. Blaikie escribió lo siguiente: «Por la fuerza de la reacción, la Iglesia fue lanzada a la aseveración más completa de las afirmaciones de Cristo como cabeza de la iglesia, y el glorioso privilegio que es que la iglesia siga a su cabeza divina. Entre más se pensaba esta verdad, más gloriosa parecía»[7].  Entre más se defendía esta verdad, más magnífica venía a ser a la Iglesia. ¿Cómo es posible que la Iglesia haya perdido su pasión por esta verdad tan gloriosa? ¿Cómo puede ser que la Iglesia misma haya quitado a Cristo de su lugar de preeminencia después que se ha hecho tanto sacrificio? ¿Cómo puede la Iglesia silenciar la voz de Cristo removiendo su palabra de su lugar exaltado? Esta verdad debe ser defendida, guardada y protegida. Ora que la Iglesia vuelva a recuperar sus amarres en el mar de una cultura rebelde y obstinada que mira la verdad de Cristo como cabeza de forma negativa y que rehusa someterse a cualquier autoridad.

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            [1] John Huss, «De Ecclesia» (New York, NY: Charles Scribner's Sons: 1915), 28.

            [2] Ibíd., 29.

            [3] Mark Galli y Ted Olsen, «131 Christians Everyone Should Know» (Nashville, TN: 2000), 371.

            [4] Del himno «Castillo fuerte», escrito por Martín Lutero en 1529.

            [5] Sermón no. 839 («La cabeza de la iglesia») predicado el 1 de noviembre de 1868, por C. H. Spurgeon, en el Metropolitan Tabernacle, Newington.

            [6] William G. Blaikie, «The Preachers of Scottland» (Edinburgh, UK: T. & T. Clark, 1888), 97.

            [7] Ibíd.