Este es un artículo de nuestra serie «Querido pastor», en el que proporcionamos a pastores reales situaciones ficticias y les pedimos que respondan en una carta. Esta situación—aunque inventada—representa a innumerables pastores que experimentan luchas similares.

Nuestra meta es servirte, querido pastor.


Situación: 

Estás tomando un café con un pastor de unos treinta años. Le preguntas cómo van las cosas en el ministerio, y empieza a enumerar todas las cosas que están pasando en su iglesia: la asistencia va en aumento, la membresía está creciendo, trabaja fuerte en la consejería, han hecho varios campamentos e incluso están construyendo nuevas instalaciones. Él está metido en todo. Es respetado por su congregación y es visto como el facilitador de gran parte de este crecimiento. 

Pero tu conoces a este pastor desde hace tiempo y le preguntas cómo está él. Exhala, mira fijamente su café y admite que está cansado. La vida de la iglesia va muy bien, dice, pero siente que vuelve a casa a un mundo diferente. Cada vez pasa más noches en la iglesia y está cosechando los dividendos. Pero se ha perdido varios partidos de béisbol de su hijo y este año dejó de ser su entrenador cuando la vida eclesiástica le exigió más. Cada vez tiene más conflictos con su esposa y tiene la sensación de que ella no le respeta como lo hace la gente de la iglesia. No lo entiende, explica, ¿a caso su familia no ve lo importante que es su trabajo? ¿No ven que la iglesia es fundamental en el plan de Dios y, por tanto, debería ser nuestra prioridad absoluta? No lo dice, pero la pregunta está en sus ojos: «¿Qué mi familia no se da cuenta de lo afortunados que son de tenerme a mí, el pastor y líder de esta floreciente iglesia, como esposo y padre? ¿Por qué no me aprecian como lo hace la iglesia?». 

Vuelves a casa y oras por este amigo joven y cansado. Te sientes impulsado a escribirle una carta. Así que al otro día redactas lo siguiente:

Querido pastor,

Fue genial verte ayer por la tarde. Tenía tiempo que no nos veíamos...demasiado tiempo. Me alegro por las bendiciones que estás experimentando en el ministerio. La vida en la iglesia tiene sus altibajos. Hay alegrías y hay penas; sonrisas y lágrimas. Como sabes, he experimentado ambos, así que fue una alegría escuchar que el Señor está trayendo frutos visibles a su obra del Evangelio a través de tí.

Sin embargo, aunque me regocijo contigo, ayer me fui preocupado; podría decir que hasta inquieto; sobre todo, por cómo hablabas de tu vida familiar. Sonabas vacío, hueco. Por tu mirada, pude entender que tú también lo sientes, que ningún gozo en el ministerio puede compensar la falta de gozo en casa.

Así pues, déjame continuar nuestra conversación de ayer con dos reflexiones—dos palabras—que espero den pie a más conversaciones.

La primera palabra que me viene a la mente es «evaluación». Antes de que el Señor evalúe tu ministerio ante el tribunal de Cristo (lo que a nosotros, como pastores, nos debe preocupar más), primero te evaluará como esposo y padre. ¿De dónde saco esto? Simplemente del flujo de las palabras de Pablo a Timoteo. Antes de que Pablo ordene a Timoteo que estudie para mostrarse aprobado (2 Tim. 2:15), y antes de que ordene a Timoteo que predique la Palabra (2 Tim. 4:1–2), Pablo establece un requisito fundamental para todo pastor. ¿Cuál es ese primer requisito? «El obispo debe ser... marido de una sola mujer» (1 Tim. 3:2).

Por favor, ¡no consideres las palabras de Pablo como si solo trataran de tu pureza sexual! Tú conoces el griego. La aplicación es mucho más amplia que la pureza sexual. El llamado es a ser un hombre de una sola mujer—hablando de su prioridad, devoción, cuidado, compromiso, sacrificio y amor por su esposa. Y lo que escuché de ti ayer me hizo reflexionar. Aunque eres sexualmente fiel, tuve que plantear la pregunta: «¿Estás viviendo ahora mismo como ese hombre de una sola mujer que Pablo estaba buscando?».

¿Eres emocionalmente un hombre de una sola mujer? ¿Aprecias más los elogios del personal de la iglesia, de los ancianos y de los miembros de la iglesia que las palabras de su esposa? Con tanto tiempo que pasas en la iglesia, ¿tu esposa recibe las sobras de tu energía y tiempo?

El mismo tipo de preguntas pueden hacerse en el ámbito espiritual. ¿Eres un hombre de una sola mujer espiritualmente? ¿Estás orando por tu esposa? ¿La guías sirviéndola, la amas sacrificándote por ella?

¿Es ella tu prioridad?

Estas son las preguntas que Cristo hará cuando nos evalúe, incluso antes de preguntar por nuestros ministerios.

Pero hay una segunda palabra en la que me fui pensando ayer. Esa palabra es «momentos». Aquí tengo en mente tu relación con tu hijo. Como sabes, Pablo también menciona la importancia de tu papel como padre. Conoces el versículo, hablando de los hijos de un pastor, donde Pablo escribe: «Debe ser alguien que administre bien su propia casa» (1 Tim. 3:4). ¿Cómo ocurre esto? ¿Cómo se educa, se moldea y se forma a los hijos? ¿Cómo se administra un hogar? Bueno, piensa en ello en términos de «momentos».

Los momentos forman a los niños. Se me viene a la mente la frase de John Piper: «Los libros no cambian a las personas, lo hacen los párrafos». Lo mismo ocurre en la vida de tu hijo. Los momentos que inviertas en tu hijo moldearán su vida. Piensa en el tiempo que pasamos juntos ayer: sólo una hora, un mero momento de nuestra semana. Sin embargo, será un momento que nos formará como amigos, dará energía a nuestros ministerios y moldeará nuestros pensamientos. Ahora imagina los momentos entre un padre y un hijo. El momento en que tu hijo mira a las gradas antes de ponerse a batear y ve a su padre animándole. El momento en el que, junto con tu hijo, puedes revivir su batazo con que ganaron el partido. El momento en que puedes consolarle cuando su equipo pierde. Momentos—meros momentos—pero cada uno de ellos lo moldea.

Me acordé de esto ayer por la tarde después de que platicamos. Tomé la tarde libre para pasarla con mi esposa e hijas. Las llevamos, junto con algunas de sus amigas, a saltar a un acantilado. De camino, mi hija mayor me preguntó: «Papá, ¿te acuerdas de cuando nadamos hasta ese enorme acantilado en Rockport?». Se refería a algo que hicimos hace 8 años, cuando ella tenía 8 años. Un momento. Un recuerdo borroso para mí, pero vívido para ella. Un evento de quince minutos la moldeó. Las semanas, los meses y los años no forman a los niños, sino los momentos. Ayer, tomarme una tarde libre de la iglesia para pasar tiempo con mi familia fue otro de esos momentos que moldean la vida.

Sí, el ministerio es importante. Sí, has sido llamado a estudiar, predicar y pastorear. Sin embargo, antes de hacer nada de eso, nuestro Salvador te llama a amar a tu esposa y a tu hijo. A servirlos, a guiarlos, a modelar para ellos el gran poder del Evangelio en tu propia vida.

Cuán agradecido estoy por nuestra amistad, una amistad que permite tener estas conversaciones difíciles. Continuemos esta conversación la próxima semana.

En Cristo,

Patrick Slyman

Nota del editor: Para más de nuestra serie «Querido pastor», puedes leer Querido pastor: No te compares.


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