Hoy da inicio una nueva serie en el blog de TMS: «Viviendo vidas santas». Es importante meditar en esta verdad y ponerla en práctica. Dios demanda que sus hijos vivan vidas santas porque Él es santo (1 P. 1:16). Vivir una vida santa no pasa de moda. Es tan relevante hoy como lo fue cientos o miles de años atrás. Parece oportuno, pues, que al terminar un año más y estar en vísperas de un nuevo, se dedique este espacio para reflexionar en la necesidad de que el creyente viva una vida santa cada día y en cada situación. Por eso, por espacio de veintiún semanas, hablaremos de diferentes aspectos o facetas en la vida del creyente que deben reflejar la santidad que Dios demanda de sus hijos.

Antes de hablar de vivir vidas santas, es necesario hablar de la santidad de Dios. La santidad de Dios un atributo de vital importancia. Entender primero su santidad es fundamental para todo aquel que es su hijo y que desea obedecer el mandato de vivir vidas santas.

Aunque los teólogos discuten la santidad de Dios bajo la categoría de estudio de los atributos de Dios, también se debe considerar como parte de la misma esencia de Dios. Es cierto que, más adelante en la Escritura —en particular en el Nuevo Testamento— la santidad de Dios se trata de la separación de Dios del mal y de que Dios es moralmente puro. Sin embargo, la idea original de la palabra santidad solamente se trata de algo que está apartado o separado en términos ontológicos, es decir, separado en su esencia.

La santidad ontológica de Dios se ve claramente en el Antiguo Testamento, por ejemplo, cuando los Israelitas están edificando el tabernáculo. En un momento hay un tenedor que es común y no hay nada especial con ese tenedor en particular. Sin embargo, tan pronto como se dedica ese utensilio y se aparta para el uso del tabernáculo —es decir, para el servicio a Jehová—, ese tenedor es santo. Ha sido santificado. Un ejemplo de esto se encuentra en la rebelión de Coré. Dios juzgó a Coré y a sus seguidores. Por eso la tierra los «devoró». Pero los incensarios se quedaron, así que exige que los Israelitas los preservaron.

Por eso, la idea de que Dios es santo en su sentido original significa que Dios es un ser distinto al hombre. Es ontológicamente santo. Es un ser totalmente distinto al ser humano. Simplemente no tiene comparación.

La santidad ontológica de Dios es una verdad fundamental en la Biblia. De hecho, en el Salmo 50:21, Dios dice: «pensaste que yo era tal como tú; pero te reprenderé». De lo anterior se entiende que es pecado pensar que Dios es un ser semejante al hombre. Dios no es como el ser humano. Es el alto y sublime, el que habita la eternidad. Es un ser totalmente distinto, totalmente diferente, apartado y separado del hombre.

En su sentido original, la palabra «santidad» solamente se trata de esa separación o diferencia radical con respecto del hombre. De hecho, Davidson argumenta lo siguiente: «Su significado original expresaba la idea de estar separado, o elevado... [la santidad], en un principio no constituyó una idea moral, sino que fue una idea física... los dioses fenicios no eran seres morales, sin embargo, se les llamaba dioses santos (La inscripción de Eshmunazar)»[1]. Es importante evidenciar que, en su sentido original, santo solamente significa diferente, separado o apartado. El punto es que Dios es un ser diferente al hombre.

La gran pregunta que resulta de la discusión anterior es esta: si la palabra santo significa separado —es decir, que Dios es un ser diferente al ser humano—, ¿por qué a lo largo de la Escritura la palabra santidad llega a comunicar la idea de pureza moral? La respuesta es que Dios, cuando quiere hacer ver que es un ser diferente al ser humano, decide resaltar que está apartado del mal. Que Dios piense que su pureza moral es lo que más le distingue del ser humano es increíble, porque si alguien fuera un dios, con todos los atributos de Dios, enfatizaría algo diferente.

Si alguien fuera omnipotente, omnipresente, eterno y omnisciente, un dios que se goza de la aseidad y que no depende de nada ni nadie sino que da vida a todos, seguramente saldría a la palestra algo más que la pureza moral. Un hombre en su lugar enfatizaría alguna de las diferencias incomunicables que se mencionaron antes para hacer notar la diferencia: «yo soy un dios omnipresente y tú eres un humano limitado a un espacio en particular; soy omnisciente y tú ni sabes cómo gobierno la tierra; soy omnipotente y a ti te cuesta levantarse de la cama en la mañana». A menudo parece que estos atributos incomunicables en particular son más significativos y que distinguen más a Dios de nosotros.

Sin embargo, cuando Dios quiere mostrar que es un ser diferente, la característica que Él resalta es: «Yo Jehová soy un ser diferente porque no peco, porque amo la justicia, porque estoy apartado del mal, y tú estás habituado al mal». Esta realidad ayuda a entender un poco más de por qué es tan importante para Dios que sus hijos anden en santidad. Para Dios, lo más importante en la vida de los suyos no tiene nada que ver con lo físico, ya sean talentos, apariencia o posesiones materiales. Lo que Dios desea es que sus hijos vivan apartados del mal. Él busca adoradores que anden en justicia y que obedezcan su palabra.

El imperativo «sed santos porque yo soy santo» (1 P. 1:16) se convierte en el mandato más destacado de la Biblia porque Dios quiere mostrar que esa es la cualidad más importante. Dios aborrece el pecado. Por eso, la necesidad más urgente de todo ser humano es recibir el perdón de sus pecados. El hombre no es santo, y no hay nada que pueda hacer para convertirse en santo. Pareciera que no hay esperanza.

La buena noticia es que sí hay esperanza. Dios, en su infinita gracia, mandó a su Hijo Jesucristo a este mundo para que pudiera cargar con el pecado del ser humano y así recibir la ira que el hombre merece por su pecado. Ya que Cristo pagó la deuda del pecado de sus hijos, Dios perdona sus pecados y promete hacerlos partícipes de su santidad (2 P. 1:4). Qué bendición saber que un día sus hijos se gozarán de un estado de ser totalmente separados del pecado, tan separados del pecado como Dios mismo.

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[1] A. B. Davidson, The Theology of the Old Testament (New York: Wentworth Press, 2019), 145.


 

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