En la hermosa novela de Marilynne Robinson, Jack, el protagonista que da nombre al libro, plantea un llamativo dilema durante una conversación con un pastor llamado Hutchins. Como hijo de pastor, Jack tiene un profundo conocimiento de la fe cristiana, pero se debate entre la relación de la gracia y el castigo; así como la relación entre el bien y el mal. Al discutir estas cuestiones con el pastor Hutchins, Jack dice: «Nunca he entendido la diferencia entre la fe y la presunción. Nunca». [i]
Hutchins responde que tiene una reunión en tres minutos, así que tendrá que responder a la pregunta la semana que viene si Jack vuelve a la iglesia. Jack promete pensarlo. Vuelve a la iglesia y tiene varias conversaciones con el pastor a lo largo de la novela, pero nunca abordan el dilema de la fe y la presunción. Es una cuestión que cada uno de nosotros debería reflexionar: ¿Tengo una fe auténtica, o estoy siendo erróneamente presuntuoso de que mi fe es auténtica? En definitiva, ¿cómo respondemos a la pregunta de Jack? ¿Cuál es la diferencia entre la fe y la presunción?
Presunción y autoengaño
Vivir con presunción es dar algo por sentado, suponer una realidad que no existe. Sorprendentemente, debido a que el hombre presuntuoso vive en un mundo de fantasía creado por él mismo, a menudo vive con audacia y una confianza inquebrantable. Sabe lo que sabe y nadie puede convencerle de lo contrario. En términos bíblicos, llamaríamos a esto autoengaño.
Jesús se dirige a aquellos cuyas vidas están marcadas por la presunción y el autoengaño al final del sermón del monte. En uno de los textos más aleccionadores de toda la Biblia, advierte: «Muchos me dirán en aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’. Y entonces les declararé: ‘Jamás os conocí; apartaos de mí, los que practicáis la iniquidad’» (Mt. 7:22–23).
Hay una razón por la que John MacArthur comenzó su ministerio de predicación en Grace Community Church leyendo este texto. Los autoengañados, por definición, no son conscientes de su condición. En el versículo 22, los autoengañados discuten con Dios explicando que se les debería conceder acceso al reino debido a sus obras. Jesús advierte que el tribunal será un lugar en el que se expondrá la presunción, en el que se arrancarán las vendas del autoengaño para que la luz penetrante de la verdad pueda iluminar el verdadero carácter de la vida y las obras de cada uno.
Más allá de estas palabras en Mateo 7, la Biblia está llena de advertencias contra el autoengaño, que es quizás el resultado más prominente de la presunción. En Hebreos 3:12–13 se nos dice que «tened cuidado» para evitar un corazón malo e incrédulo. Según el versículo 13, el corazón se corrompe a causa del engaño del pecado. El pecado distorsiona la realidad y nuestros corazones corruptos se acostumbran a la perspectiva errónea.
Aunque puede comenzar con algo pequeño, con el tiempo la acumulación de pecados añade capa tras capa de autoengaño y construye una fortaleza de presunción.
El dilema
No es de extrañar que a Jack le cueste entender la diferencia entre fe y presunción. Hay mucha coincidencia semántica entre estas dos palabras. Tanto la fe como la presunción implican una creencia. Ambas se «sienten» de una manera específica porque hay un elemento de confianza en alguien o en algo. Tanto la fe como la presunción adoptan una visión particular de la realidad y viven a partir de esa percepción. Son primos conceptuales con algunos rasgos familiares.
Sin embargo, es crucial que conozcamos la diferencia entre ambas.
La fe mira hacia fuera, hacia Dios, y confía en Él. La presunción, en cambio, mira hacia dentro para hallar la confianza y seguridad en sí misma.
Por supuesto, hay niveles de presunción. Uno puede ser presuntuoso sobre su estado espiritual ante el Señor. Habrá quienes, en el último día, se presenten ante el Señor, convencidos de que son suyos, solo para que su presunción quede expuesta cuando oigan esas horribles palabras: «Jamás os conocí; apartaos de mí». Más allá de esa presunción que podría llamarse «básica», la realidad es que muchos—todos—de nosotros operamos presuntuosamente en alguna área de la vida. Puede ser acerca de algo tan significativo como una posición doctrinal o tan práctico como la forma en que elegimos educar a nuestros hijos.
Vivimos en una época en la que nuestras presunciones pueden ser fácilmente reforzadas por los adictos a las redes sociales. Es fácil encontrar «mi tribu» y sentirme seguro de mi posición porque otras personas que operan en ese espacio virtual también están seguras de tener razón. Siempre hay uno o dos «expertos» que se suman a la causa para hacerme sentir mejor sobre lo que ya pienso. La presunción y el autoengaño rigen en nuestros días y cada vez es más difícil evitarlos.
¿Fe o presunción?
Dado que la fe y la presunción tienen cualidades tan similares y que el autoengaño es notoriamente difícil de reconocer, ¿cómo podemos saber si estamos viviendo con fe genuina en lugar de con presunción? Podemos encontrar una guía fiable en el mismo texto de Mateo 7, justo antes de la terrible advertencia de los versículos 21–23. La advertencia de Jesús de que muchos se presentarán en el juicio habiendo vivido una vida de presunción es el «par» de en medio de una serie de ilustraciones que Jesús usa en la conclusión de su sermón. En los versículos 13–14, describe un par de caminos que están ante sus oyentes: uno ancho y otro estrecho. Un camino lleva a la vida y el otro a la destrucción. Luego, en el «par» del medio, en los versículos 15–23, advierte a los que escuchan que tengan cuidado con los falsos profetas que parecen ovejas, pero «por dentro son lobos rapaces». ¿Cómo podemos distinguir a los otros, y lo que es más importante para nuestro dilema, cómo podemos saber si somos lobos rapaces?
Es una cuestión de fruto (v. 16), ya sea bueno o malo. ¿Qué tipo de fruto se encontrará en nuestras vidas si vivimos por fe en Dios, y no desde la presunción egocéntrica?
El buen fruto se observa mediante la comprensión y aplicación de las enseñanzas de todo el sermón del monte. Pero, más concretamente, Jesús se refiere al fruto de las virtudes expuestas en las bienaventuranzas de Mateo 5:3–12. A la cabeza de esa lista está la virtud de la humildad: pobreza de espíritu.
Nada disipa más eficazmente la niebla del autoengaño y la presunción que la virtud de la humildad.
La fe y la humildad van de la mano. La fe se dirige a Dios y confía en Él. La fe se olvida de sí misma y fija humildemente su mirada en Cristo. El hombre humilde no necesita construir una plataforma o seguidores. No le importa porque no supone de su propia sabiduría e importancia. La humildad inyecta desconfianza en las propias percepciones u opiniones, por lo que es el antídoto para la presunción y el autoengaño.
Me habría encantado que Marilynne Robinson incluyera en su novela un extenso debate sobre la fe y la presunción. Sin embargo, al plantear el predicamento y no resolverlo, es probable que haya hecho a los lectores un mayor servicio de lo que podemos imaginar. La siniestra y aterradora realidad del autoengaño, alimentado por la presunción, es un peligro presente para todos nosotros en estos días tan polarizados. Tal vez nos haya ayudado a dar el primer paso hacia la humildad y la fe llamando nuestra atención a este dilema y la posibilidad de que estemos viviendo una vida de presunción.
[i] Robinson, Marilynne. Jack. New York, Farrar, Straus And Giroux, 2020. p, 167.
Imagen: Illustration by Dorothy Leung