Hay un tipo de humildad que Dios odia. Conozcamos a un hombre que encarna esta odiosa humildad. Veamos cómo vive el día a día.

En primer lugar, fijémonos en lo mucho que habla de la humildad. Es su adverbio preferido. En la conversación, este hombre dice a menudo «me someto humildemente» o «pienso humildemente» o «me pregunto humildemente». Nótese el uso farisaico del lenguaje. Sutilmente, este hombre se ha apoderado de la moral. Ha puesto en evidencia a su compañero de trabajo, a su amigo, a su familiar: «Debido a que hablo desde un sitio de humildad, entonces hablo con autoridad superior, excelencia y sabiduría». Fíjate también en cómo prefiere la autopromoción con frases como «No pretendo presumir» o «Me sorprendí igual que todos cuando yo» o «Soy un tipo humilde, así que no se lo tome a mal». En casi todas las frases de este hombre que pregona la humildad, utiliza el pronombre personal «yo». Además, confía humildemente en que tiene mucho que aportar a la conversación, así que ¿por qué iba a contenerse? Sería un perjuicio para la audiencia a la que siempre quiere hacer crecer, ya sea en línea o en persona. En las conversaciones con él, las preguntas son escasas. Si hay preguntas, las hace al principio, como preparación—es una introducción y oportunidad—para que los demás participantes se sientan incluidos una vez que ambos están inmersos en el tema que elija este humilde hombre.

Ahora pasemos a los ojos del hombre cuando entra en una habitación llena de gente. Busca al rico, al bien relacionado, al atractivo, al inteligente, al gracioso. Pasan por alto al solitario, al inadaptado, al socialmente torpe (ver Stg. 2:1–9). Debido a que este hombre quiere la proximidad al poder, no el poder en sí, no se considera orgulloso. Con toda humildad, cree que puede beneficiarse de los que están por encima de él en el estrato social y que no tiene nada que sacar de la multitud que está por debajo de él. Para este hombre, los títulos son importantes. Otorgan propósito, dignidad y autoridad. Mientras se hable de su título, y no de sus talentos, entonces es humilde. Si se elogia o promociona el cargo, y no al individuo que lo ocupa, entonces el individuo conserva su humildad. Esta división entre el título y el individuo exime, al que ocupa un puesto tan prestigioso, del mandato de Jesús: «el mayor de vosotros será vuestro servidor» (Mt. 23:11).

Ningún retrato de este hombre estaría completo sin una descripción de su ética de trabajo. Es implacable. Las jornadas de diez horas son días de descanso. Quince horas en el trabajo es la norma, aunque el empleador no exija jornadas tan largas. Este hombre humilde trabaja duro porque no cree que esté dotado por naturaleza. Piensa humildemente que debe compensar sus debilidades. Lo hace a través de la fuerza de voluntad. Por supuesto, lo que subyace es la desesperación por hacerse notar. El deseo de ser grande. Así que una humilde desconfianza en su propia capacidad le lleva a trabajar duro porque quiere esa grandeza. Anhela que su vida cuente, por lo que piensa que únicamente contará si cada momento se contabiliza. Le falta confianza en su agenda. Se niega a delegar, temiendo que un subordinado no cumpla su voluntad a su manera. Le aterra el fracaso. El pasaje favorito de este humilde adicto al trabajo es Proverbios 6:10–11: «Un poco de dormir, un poco de dormitar, un poco de cruzar las manos para descansar, y vendrá como vagabundo tu pobreza, y tu necesidad como un hombre armado». Pero aún no se ha empapado del Salmo 127:2 «Es en vano que os levantéis de madrugada, que os acostéis tarde, que comáis el pan de afanosa labora, pues Él da a su amado aun mientras duerme». Esta es la humildad del tipo «arréglatelas por ti mismo», no la versión que dice «Dios gobierna soberanamente todos los aspectos de la creación, incluido mi trabajo, y Él decidirá la cantidad de mi éxito». Hay una humildad que glorifica a Dios y que duerme ocho horas por noche, y no trabaja los fines de semana, especialmente durante el día del Señor. Pero hay otra forma de humildad—un tipo insidioso—que dice «No tengo suficiente talento para tomarme tiempo libre». Nadie es tan importante. Nadie es tan necesario. Este hombre humilde ha olvidado ese hecho glorioso.

Por último, esta humildad se manifiesta en la perspectiva que este hombre tiene de sí mismo. Es salvajemente autocrítico. Si se enfada, lo hace consigo mismo. Se castiga a sí mismo después de cometer errores y se critica por sus defectos. Es un tipo de humildad que se deleita en su insuficiencia. Es la humildad contra la que advirtió C.S. Lewis: la de un hombre «que la mayoría de la gente llama 'humilde' hoy en día... una especie de meloso grasiento que siempre te dice eso».

Ahora que hemos conocido a nuestro «hombre de humildad», consideremos su futuro. No es prometedor. Sus constantes referencias a sí mismo—a su humildad—lo alejarán de relaciones profundas e íntimas en las que conozca a otra persona. No habrá «amigo más unido que un hermano» (Prov. 18:24) porque nadie puede acercarse a alguien con este tipo de humildad. Más adelante en la vida, se encontrará cada vez más solo, hasta que los que estén junto a su lecho de muerte serán pocos, y los que estén en su funeral apenas conocerán al hombre que están recordando. Encontrará decepción en su carrera, aunque tenga éxito a los ojos del mundo. Uno que no desea el poder—sino solo estar lo suficientemente cerca—nunca tendrá suficiente proximidad. El que quiere influencia, quiere llenar un pozo sin fondo y si nuestro humilde hombre—tan inseguro de sus talentos, y tan obsesivo con su ética de trabajo—es capaz de mantener una familia sin verla, lo más probable es que no viva para disfrutarla. La falta de sueño, la comida a deshoras, el estrés del trabajo, el descuido de los buenos dones de Dios en esas áreas, quebrarán su cuerpo prematuramente. Su corazón fallará antes de lo que debería, y no vivirá para ver que «en los ancianos está la sabiduría, y en largura de días el entendimiento» (Job 12:12). Es como si Dios se resistiera a este hombre (ver 1 Ped. 5:5).

Afortunadamente, aún hay tiempo. Nuestro hombre es joven (como muchos con este tipo de humildad). Hay abundante sabiduría en la Palabra de Dios. Dios puede aborrecer a este hombre ahora, pero su gracia está disponible. La verdadera humildad todavía es posible. Y Dios no quiere más que un pecador contrito y humillado. «Los sacrificios de Dios son el espíritu contrito; al corazón contrito y humillado, oh Dios, no despreciarás» (Salmo 51:17). La verdadera humildad procede del verdadero arrepentimiento. Se aparta de sí misma para dirigirse al Salvador. Uno con verdadera humildad ve el orgullo como lo hizo John Bunyan cuando dijo: «¡La mejor oración que he orado tiene suficiente pecado para condenar al mundo entero!» El tipo de humildad que Dios ama no ve ninguna diferencia entre él mismo y lo más bajo de lo bajo. Tampoco ve la necesidad de trabajar constantemente. Se deleita en el descanso, en el juego, en las maravillas de la creación de Dios, en la familia y los amigos que Dios, en su gracia, le ha proporcionado. Comprende la sabiduría de Salomón: «He aquí lo que yo he visto que es bueno y conveniente: comer, beber y gozarse uno de todo el trabajo en que se afana bajo el sol en los contados días de la vida que Dios le ha dado; porque esta es su recompensa» (Ecl. 5.18). Esa es la verdadera humildad. La que Dios ama.


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