Hace un par de meses la palabra pandemia era completamente ajena a nuestro vocabulario diario. Vivir encerrados en cuarentena en pleno siglo XXI era simplemente impensable. A pesar de que nuestra rutina diaria sufrió cambios, es importante recordar que nuestras disciplinas espirituales no pueden pasar por un confinamiento temporal. La oración es una de estas disciplinas que deben formar parte de nuestra vida diaria con o sin pandemia (1 Ts. 5:17).

John Bunyan fue un puritano que muchos recuerdan por su libro El progreso del peregrino. Lo que no muchos saben es que él tuvo que pasar por un período de confinamiento. Para ser más preciso, este puritano fue encarcelado por llevar a cabo su labor de evangelista y predicador a inicios de la década de 1660. Fueron 12 largos años los que Bunyan tuvo que pasar tras las rejas. Lo interesante es que, durante este tiempo, Bunyan escribió varios libros. Uno de esos libros no tiene tantos reflectores como otros, pero ocupa, en definitiva, un lugar especial en su legado: Cómo orar en el Espíritu[1]. En esta obra, Bunyan define la oración de la siguiente manera: «La oración es abrir el corazón o el alma a Dios en una forma sincera, sensible y afectuosa, por medio de Cristo, con la ayuda y en el poder del Espíritu Santo, para cosas como las que Dios ha prometido, o que son conforme a la Palabra de Dios, para el bien de la Iglesia, sometiéndonos en fe a la voluntad de Dios»[2].

Partiendo de esta definición, me gustaría compartir algunos puntos clave que saltan a la vista luego de leer tan profunda reflexión sobre la oración y el creyente.

La oración es una realidad trinitaria

Bunyan comienza su definición de la siguiente manera: «La oración es abrir el corazón o el alma a Dios en una forma sincera, sensible y afectuosa, por medio de Cristo, con la ayuda y en el poder del Espíritu Santo». El énfasis trinitario es muy importante para la vida diaria del creyente debido a que la oración tiene que ver con una comunión con Dios[3]. Es una relación conducida por una pasión dentro del cristiano por encontrar su satisfacción en Dios (Sal. 42:2,4).

Lo maravilloso de esto es que, tal como Jesús enseña en Mateo 6:5–15, como cristianos tenemos el privilegio de acercarnos a Dios como nuestro Padre. Se trata de un privilegio sin comparación. El hecho de tener la oportunidad de acercarnos a un Dios santo (Lv. 19:2; Sal. 22:3; Is. 6:3; 57:15; Ap. 4:8), omnipotente (Sal 19:1; Ap 4:8) y omnisciente (Sal. 139:4–6; Ef. 1:11) nos debe hacer reflexionar sobre la dicha que tenemos. Pero ¿cómo es posible gozar de una comunión con un Dios santo? Citando a Bunyan: «[…] por medio de Cristo».

Las buenas nuevas de salvación radican en que es a través de Jesús, el Hijo de Dios, que la salvación es posible (Jn. 3:16). El perfecto Hijo de Dios caminó en esta tierra y vivió una vida perfecta para proveer salvación a todo aquel que cree en Él (Jn. 14:6). Nuestro acceso al Padre viene solamente por los méritos de Cristo (Ro. 5:2; Ef. 2:18; He. 10:19–22). En Juan 14:15–21, Jesús promete un consolador que estaría con nosotros para siempre. Se trata del Espíritu de verdad que moraría en aquellos que creyeran en Él.       

El Espíritu Santo nos permite responder en fe y arrepentimiento al evangelio de Jesucristo (Jn. 1:12–13; 3:3–8; Hch. 13:48; 16:14). Sería imposible creer si el Espíritu Santo no removiera nuestra ceguera y odio contra las verdades divinas (Jn. 6:37; 44–45; 16:8–11; Ef. 2:8–9). Pablo nos llama a orar en el Espíritu y esto nos lleva a una mayor confianza ya que, cuando hacemos esto, podemos estar seguros de estar orando de acuerdo con su voluntad (Ef. 6:18). Además, no podemos negar que Pablo tenía clara la importancia y asistencia del Espíritu Santo en nuestra vida (Ro. 8:26).

Tal y como Packer y Nystrom lo mencionan, «la preciosa verdad de la Trinidad, el Padre dando a su Hijo para sufrir por nosotros y el Espíritu renovándonos para así guiarnos al reino del Padre es una verdad que corre por todo el Nuevo Testamento»[4]. Es un gozo poder tener el privilegio de apreciar esta hermosa realidad. Por otra parte, resulta importante mencionar el rol del creyente en la oración. Bunyan lo describe de una manera sencilla pero profunda al mencionar que la oración debe ser de una «forma sincera, sensible y afectuosa».

La oración es un deleite para el creyente 

Bunyan reflexiona de esta manera: «¿Por qué debe ser la sinceridad un elemento esencial de la oración que es aceptable para Dios? Porque la sinceridad te lleva a abrir tu corazón a Dios con toda sencillez y a hablarle de tu situación claramente y sin equívocos (evasivas)»[5]. Es precisamente con esta sinceridad que somos llamados a acercarnos a Dios (He. 10:22). Esto es posible gracias a la sangre de Cristo que nos limpia de nuestro pecado (1 Jn. 1:7). Sin importar nuestra situación, es importante que nunca escondamos nuestras verdaderas intenciones al venir en oración. David reconocía la importancia de esto: «Oye, oh Jehová, una causa justa; atiende a mi clamor; presta oído a mi oración, que no es de labios engañosos» (Sal. 17:1).   

Bunyan también afirma: «Cuando abrimos nuestro corazón y alma a Dios en forma sincera y sensible en nuestras oraciones, entonces recibirás a veces un dulce sentido de misericordia que te alienta, te consuela, te fortalece, te reaviva y te ilumina»[6]. ¿Qué tan sensibles somos a nuestra necesidad diaria de misericordia divina? ¿Qué tan sensibles somos a las necesidades del prójimo? Estas solo son un par de preguntas que nos deben hacer reflexionar sobre cómo venimos al trono de Dios en oración, ya que no hay nada que Él no sepa (Sal. 139:4). David, en el Salmo 51, ora entendiendo la gravedad de su pecado. El apóstol Pablo también nos da un ejemplo de lo que significa orar por el prójimo al inicio de varias de sus cartas (Ro. 1:10; Ef. 1:16; 1 Ts. 1:2, Fil 1:4). Además, es importante que seamos sensibles a la autoridad, amor y compasión de Dios hacia nuestras vidas. No podemos pasar por alto lo indignos que somos en nuestro esfuerzo por querer acercarnos a Dios. La oración debe ser un recordatorio de lo frágiles que somos y lo grande y poderoso que es nuestro Dios (Sal. 92:5–8).

Finalmente, Bunyan dice que la oración también radica en abrir nuestro corazón a Dios de forma afectuosa. Este afecto está basado en las palabras de Pablo cuando nos llama a estar «constantes en la oración» (Ro. 12:12). Normalmente somos constantes y dedicados en aquellas cosas que ocupan un lugar especial en nuestro corazón. Un claro ejemplo de esto es la manera en que un esposo provee, consuela y cuida de su esposa al tenerla como prioridad en su vida. El creyente ama la oración porque en esta recae su comunión con Dios. Lejos de ser vistos como una carga pesada, el constante llamado de Pablo a dedicarse a la oración busca llevarnos a crecer en afecto y amor a nuestro Dios (Col. 4:2; 1 Ts. 5:17).

Las meditaciones de los puritanos suelen ser muy profundas y está no es la excepción. Solo hemos podido cubrir de manera superficial la primera parte de la definición de Bunyan con respecto a la oración. Personalmente creo que esto nos enfatiza y recuerda lo importante y esencial que es la oración para el creyente. Te animo a meditar y examinar tu vida de oración a la luz de la Escritura y de la devoción de John Bunyan, quien nos escribe desde su propio confinamiento.


[1] John Bunyan, Cómo orar en el Espíritu (Grand Rapids: Editorial Portavoz, 2003).

[2] Ibid., 14.

[3] Edward M. Bounds, The Complete Works of E.M. Bounds on Prayer (Grand Rapids: Baker Book House, 1990), 225.

[4] J. I. Packer y Carolyn Nystrom, Praying: Finding Our Way through Duty to Delight (Downers Grove, IL: IVP Books, 2006), 23.

[5] Bunyan, Cómo orar en el Espíritu, 18.

[6] Ibid., 23.