En 1966 el escritor japonés Shusaku Endo publicaba una novela de ficción titulada «Silencio» que pronto alcanzaría un éxito notable al punto de convertirse en todo un referente literario[1]. En ella se relata la historia de unos misioneros jesuitas que en el siglo XVII viajan a Japón para divulgar su credo. Su aventura termina rápido. Pronto experimentan la oposición de las autoridades locales siendo obligados a apostatar de su fe, enfrentando el dilema de ocultar su profesión o renegar de la misma para sobrevivir. En las últimas décadas, aun en el mundo occidental, se ha podido identificar un creciente interés por parte de gobiernos y agentes sociales en promover un modelo de fe silenciosa en el que aparentemente el individuo tiene el derecho de mantener cualquier creencia siempre y cuando no la traslade a la esfera pública, y mucho menos pretenda hacer prosélitos de ella.
Sin embargo, el cristianismo bíblico tiene por naturaleza una vocación pública. ¡Resulta imposible concebirlo de otra manera! Cuando el cristiano se acerca a las páginas de las Escrituras observará que no existe un espacio privado en el que pueda acomodar cierta «faceta espiritual» (Dn. 3:17–18). Al contrario, hay razones de peso que confirman la necesidad de cultivar una vida de santidad en nuestra relación con las personas que nos rodean.
La conexión
Estar en Cristo es formar parte del cuerpo de Cristo. Él se dio a sí mismo para santificar a cada uno de sus redimidos para que, sin mancha ni arruga, puedan experimentar una comunión santa e inmaculada con Él (Ef. 5:25–27). Pero este camino de santificación no se transita en solitario. Como resultado de lo que Cristo ha hecho el cristiano está unido con aquel que es la cabeza, pero también con todos los que han sido salvos por su sangre.
Es posible que algunas personas interpreten erróneamente el concepto de «apartados» o «separados» para Dios implícito en el término santidad. Pero la santidad de cada hijo de Dios no es una cuestión exclusivamente personal, sino que afecta estrechamente la realidad de los que son sus hermanos en Cristo, con los que está íntimamente conectado. Los creyentes son miembros los unos de los otros, de manera que, «si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; y si un miembro es honrado, todos los miembros se regocijan con él» (1 Co. 12:26). La santidad y la obediencia de un cristiano afecta directamente a todo el conjunto de la Iglesia, porque lo que finalmente está en juego es el testimonio de Cristo y de su cuerpo. El que un individuo se aleje de la comunión de sus hermanos trae un mal nombre al evangelio. Ya sea que el cristiano lo piense o no, sus acciones (y aun sus omisiones) tienen ramificaciones en la vida de otros, y esto es recíproco: sin el aporte de ellos en su vida, su desarrollo espiritual resultaría inviable.
En estos meses de pandemia el consumo de teléfonos, tabletas u ordenadores personales se ha disparado. Muchos profesionales trabajan telemáticamente y un buen número de estudiantes cursa sus clases sin salir de casa. Los seres humanos viven en la era de lo individual. La cultura aspira y disfruta de un estilo de vida personalizado al más mínimo detalle. Y lo que ya era tendencia en cuanto al tiempo de ocio, se ha convertido casi en normativo con respecto a otras áreas de la vida. Sin embargo, el plan de Dios para con los suyos ha sido diseñado para ser vivido en comunión y colaboración con otros (Ro. 12:4–16). Francisco Lacueva lo explica así: «El nuevo Testamento desconoce un cristiano individualista. Tan pronto como alguien nace de nuevo y cree en el Señor, Dios lo añade en la [Iglesia]. Estar en Cristo y estar en la iglesia son fórmulas que se implican mutuamente»[2].
La realidad del cristiano como hijo de Dios no puede ser restringida a sí mismo como sujeto autónomo. Necesita de la presencia de otros, así como debe de estar presente y colaborar en el crecimiento de otros. Por eso no existe un contexto más apropiado para progresar en su andar con Cristo que la comunión de los santos. Siendo parte de la Iglesia el cristiano es exhortado y exhorta también a otros. Es animado y anima también a otros. Es orientado y orienta también a otros. Sirve y es servido por otros. Rinde cuentas, es guiado, instruido y corregido, y todo ello redunda directamente en nuestro avanzar espiritual (Gá. 6:1–2). La Biblia enumera hasta 26 obligaciones que cada creyente tiene para con sus hermanos en Cristo[3]. El cristiano que alimenta su fe en el entorno de la iglesia local se beneficia del ministerio de otros y tiene la oportunidad de desarrollar los dones que Dios le ha dado. ¡Pensar en vivir una vida santa en solitario es tan descabellado como pretender que un órgano cumpla con su función alejado del resto del organismo!
La confirmación
Cristo mismo rechazó con determinación la hipocresía de algunos religiosos que pretendían deslumbrar a sus contemporáneos por medio de una actuación santurrona y carente de vida. Sin duda algunos judíos habían terminado por imitar el mismo «despliegue» ritualista que caracterizaba a los paganos de su época (Mt. 6:1). Sin embargo, también insistió en la necesidad de que sus discípulos produzcan un fruto visible que confirme la legitimidad de su fe y, de esa forma, el Padre sea glorificado (Jn. 15:8).
Del mismo modo que «una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar; ni se enciende una lámpara y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa [—dice el Hijo de Dios—]. Así brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas acciones y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt. 5:14–16). En estos versículos, Jesús no limita la actuación visible de sus seguidores a la proclamación verbal del evangelio, sino que específicamente enfatiza la importancia de sus buenas acciones. El hijo de Dios no tiene libertad para escoger cómo quiere vivir su vida cristiana. Jesús demanda una vida santa, no solo en lo secreto del corazón, sino también en la manera en la que se comporta cada uno de sus seguidores. En palabras de J.C. Ryle: «El hombre santo procurará practicar un espíritu de misericordia y benevolencia hacia los demás. No permanecerá inactivo todo el día. No se contentará con no hacer daño. Tratará de hacer el bien. Se esforzará todo lo posible por ser útil en su época y generación, y de aliviar las necesidades espirituales y los sufrimientos a su alrededor»[4].
En su primera epístola a Timoteo, el apóstol Pablo exhorta a su pupilo a tener un especial cuidado de su vida espiritual, pero le recuerda que su devoción ha de trascender al ámbito de lo privado. No solamente en lo relativo a su enseñanza, sino también en lo concerniente a su comportamiento. Timoteo debía ser un ejemplo en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza, de modo que su aprovechamiento llegase a ser evidente a todos. Solamente de esa forma aseguraría la salvación tanto para sí mismo como para los que eran receptores de su ministerio (1 Ti. 4:11–16). Porque, finalmente, la manera en la que uno se conduce públicamente con su prójimo confirma que experimenta una comunión genuina con Dios (1 Jn. 4:12, 20–21).
Conclusión
El activismo eclesial en el que muchos viven atrapados hace necesario invitarlos a escapar de la espiral de programas e iniciativas en los que se ven envueltos con el fin de dedicar tiempo a solas con Dios. Sin embargo, nunca al precio de descuidar su testimonio para con los que están más cerca. William Gurnall percibía el peligro de una comunión privada que no tiene repercusiones en nuestra interacción con otros: «¿Escuchas y oras, pero sin encontrar ya la fuerza para cumplir con una promesa o vencer la tentación? ¡Deshonras a Dios cuando bajas del monte de la comunión y rompes las tablas de su ley en cuanto te alejas! No encontrar la fe y la fuerza renovadas en la comunión con Él es señal segura del declive espiritual»[5].
Eso que eres en lo secreto ha de impactar tu manera de relacionarte con los demás. De modo que tus familiares, amistades, compañeros de trabajo o cualquiera que se cruce en tu camino debe poder reconocer que eres de los que verdaderamente pasa tiempo con Jesús y está siendo conformado a su misma imagen (Hch. 4:13; 2 Co. 3:18). Vive para la gloria de Dios en todo lo que hagas.
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[1] Shusaku Endo, Silencio (Barcelona: Edhasa, 2009).
[2] Francisco Lacueva, La Iglesia cuerpo de Cristo (Barcelona: Clie, 1997).
[3] Véase Romanos 12:10; 12:16; 14:13; 14:19; 15:14; 1 Corintios 6:7; 7:5; 12:25; Gálatas 5:26; Efesios 4:25; 5:21; Filipenses 2:3; Colosenses 3:9; 3:13; 3:16; 1 Tesalonicenses 4:18; 5:11; 5:13; 5:15; 1 Timoteo 2:1; Hebreos 10:24; Santiago 4:11; 1 Pedro 4:10; 5:5; 5:14; 1 Juan 1:7.
[4] J.C. Ryle, La santidad (Moral de Calatrava: Editorial Peregrino).
[5] William Gurnall, El Cristiano con toda la armadura de Dios (Moral de Calatrava: Editorial Peregrino), 237.
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