Nada es más importante que una comprensión correcta del evangelio. Es la diferencia entre la verdad y el error, la vida y la muerte, el cielo y el infierno. El tema es tan crítico que la Biblia pronuncia una maldición sobre cualquiera que predique una versión falsa de él. El apóstol Pablo dijo a sus lectores: «Si alguien les anuncia un evangelio contrario al que recibieron, sea anatema» (Gál. 1:9).

Ese es un lenguaje severo. Es tan contundente como llega a ser la palabra de Dios, pronunciando condenación eterna sobre quien distorsione el evangelio. En una época de tolerancia posmoderna, esas palabras pueden sonar inquietantes o divisivas. Sin embargo, son de una importancia crítica porque la salvación está en juego. Si los pecadores han de ser perdonados y reconciliados con Dios, deben escuchar el verdadero evangelio. La buena noticia de la salvación solo por gracia, solo por medio de la fe, solo en Cristo, es la única forma en que alguien puede escapar del infierno y entrar en el cielo.

En el siglo XVI, Martín Lutero y sus compañeros reformadores se levantaron contra la corrupción que dominaba al catolicismo romano. Su principal preocupación fue la distorsión del evangelio por parte de Roma. El catolicismo romano había trastornado el evangelio de la gracia, reemplazándolo con un sistema sacramental basado en obras de justicia. El estudio que hizo Lutero del Nuevo Testamento, y especialmente la frase «el justo por la fe vivirá» (Ro. 1:17; Gál. 3:11; He. 10:38; ver Hab. 2:4), fue lo que lo llevó a entender el evangelio y lo llenó de valentía para enfrentarse al sistema falso de su época. Dios usó a Lutero como una pieza clave en la gran recuperación del evangelio, conocida como la Reforma.

Sin embargo, antes de que Lutero se convirtiera en un teólogo de mente clara, fue un monje confundido. Antes de ser una fuerza poderosa para el avance del evangelio, fue un fracasado atormentado que vivía en constante dolor espiritual. Incluso después de unirse a un monasterio, estaba profundamente deprimido y consumido por tanta culpa que vivía en constante ansiedad y temor.

Como muchos en el siglo XVI, Lutero creía que el camino hacia la salvación dependía de su propio esfuerzo. Pero encontró ese camino imposiblemente difícil. Sin importar lo que hiciera, no podía superar la realidad de su propia pecaminosidad. Convencido de que debía alcanzar cierto nivel de dignidad para recibir la gracia de Dios, Lutero llegó a extremos: inanición, ascetismo, insomnio. Se castigaba a sí mismo en un intento de pagar sus pecados y aplacar la ira de Dios. Aun así, no tenía paz ni salvación.

Como entendía la realidad del juicio divino, deseaba desesperadamente estar en paz con Dios. El temor de Dios lo impulsaba a buscar reconciliación y perdón. Anhelaba una forma de escapar del infierno y entrar al cielo. Sin embargo, incluso como monje haciendo todo lo que estaba a su alcance, no encontraba alivio para su temor y su culpa. «¿Cómo puedo estar bien delante de Dios?» Esa era la pregunta que atormentaba a Lutero. Es una pregunta que todo pecador debe hacerse, pero es una pregunta cuya verdadera respuesta solo la proporciona el evangelio.

La religión falsa da inevitablemente una respuesta equivocada: «Sé bueno. Esfuérzate más. Establece tu propia justicia». El apóstol Pablo criticó esta perspectiva en Romanos 10:3–4: «Pues desconociendo la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque Cristo es el fin de la ley para justicia a todo aquel que cree». La religión falsa enfatiza el esfuerzo humano y establece su propio estándar superficial de justicia.

En contraste, el verdadero evangelio subraya la bancarrota del esfuerzo humano. La salvación viene solamente por creer en el Señor Jesús, quien pone fin a la tiranía de la ley. Por lo tanto, los pecadores son salvos por gracia mediante la fe, aparte de sus propias obras. Son perdonados, no por lo que han logrado, sino solo por lo que Dios logró a través de Cristo, una vez y para siempre.

Ese es el evangelio de Pablo, y eso fue lo que Lutero descubrió cuando comenzó a enseñar Romanos y Gálatas. Cuando el evangelio de la gracia iluminó el alma de Lutero, el Espíritu Santo le dio vida, y la paz y el gozo llenaron su corazón. Fue perdonado, aceptado, reconciliado, convertido, adoptado y justificado, solamente por gracia mediante la fe. La verdad de la palabra de Dios iluminó su mente, y las cadenas de la culpa y el miedo cayeron.

Lutero fue salvo de la misma manera en que cualquier pecador es salvo. Como el recaudador de impuestos en Lucas 18, reconoció su total indignidad y clamó a Dios por misericordia. Como el ladrón en la cruz, sus pecados fueron perdonados, aparte de cualquier obra que hubiera hecho. Como el antiguo fariseo llamado Pablo, abandonó su confianza en los esfuerzos de justicia propia, descansando en cambio en la perfecta justicia de Cristo. Como todo verdadero creyente, abrazó a la persona y obra del Señor Jesús con fe salvadora. Y habiendo sido justificado por la fe, por primera vez en su vida, disfrutó de paz con Dios.

Es importante señalar que el tema del evangelio no se resolvió hace 500 años en la historia de la iglesia; se resolvió mucho antes de Lutero. Los reformadores respondían a la verdad clara de las Escrituras, sometiéndose al mensaje del evangelio que se articula en las páginas del Nuevo Testamento. Siguiendo los pasos de Cristo y los apóstoles, proclamaron el evangelio bíblico con valentía y convicción.


Este extracto ha sido adaptado de Long Before Luther por Nathan Busenitz, copyright (C) 2017. 

Utilizado con permiso de Moody Publishers.