Una vez me presentaron en una conferencia como el hombre que es mucho más simpático en persona que en sus libros. No pude evitar reírme, ya que esta presentación era sin duda una broma amistosa. Pero había algo de verdad en esas palabras, y yo lo sabía.  

Entiendo que muchos —tanto dentro como fuera de la Iglesia—me consideren un cascarrabias, hiperdoctrinal, duro, inflexible e intransigente. Incluso me han llamado malintencionado. En cierto modo, entiendo por qué la gente me ve así; después de todo, parece que casi siempre estoy en el centro de algún debate evangélico. Algunas de las personas más cercanas a mí me han dicho que ya es hora de explicar por qué. Este pequeño libro es mi intento de hacerlo.  

Cuando era joven y me preparaba para el ministerio, nunca pensé que me pasaría la vida luchando. No sabía que este era el ministerio que Dios tenía para mí. Pero aquí estoy. 

Cuanto más reflexiono sobre el ministerio, más me doy cuenta de que hay una cierta esquizofrenia en él, una especie de mundo dual en el que vivo. Mi trabajo es tratar a aquellos que Dios ha puesto bajo mi cuidado—la gente de Grace Community Church—con amor, ternura, amabilidad, misericordia y compasión. Tiene que haber confianza entre un pastor y su pueblo—la dulzura del cuidado pastoral. Sin embargo, al mismo tiempo, tengo que librar batallas para proteger a las ovejas de Grace Church
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Dios me ha dado la responsabilidad de luchar por mi rebaño, y estoy llamado a llegar muy lejos para hacerlo.  


Charles Spurgeon utilizó la imagen de la espada y la espátula para describir esta doble realidad pastoral: con la espátula, el pastor está edificando cuidadosamente su iglesia. Con la espada en la otra mano, está luchando para proteger lo que ha construido. La imagen de un pastor como alguien que, por un lado, es un pastor tierno y, por otro, un guerrero que lucha contra el enemigo es fundamental para la noción bíblica de pastor.  

Pablo advierte a los ancianos de Éfeso de esta realidad en Hechos 20—que entrarían lobos de entre ellos, que no perdonarían al rebaño (Hech. 20:29). Hombres malvados se levantarían y llevarían a muchos por mal camino, y hoy estamos presenciando exactamente eso. Este es el estado actual de nuestra iglesia. 

Pero entre muchos líderes evangélicos de estos días, parece haber una renuencia a luchar. La iglesia cree ahora que el papel del pastor es complacer y mimar a los inconversos; los líderes de hoy se apresuran a evitar la más mínima ofensa, cuando, en realidad, todo su ministerio estaba destinado a ser una ofensa. Como resultado, hay mucho menos convicción en la iglesia de lo que solía haber. Muchos pastores ya no defienden los temas por los que nuestros padres en la fe una vez perdieron sus vidas. 

Mi oración y anhelo, no sólo por los pastores sino por todos los creyentes, es que lleguen al final de sus vidas y puedan exhalar con el apóstol Pablo: He peleado la buena batalla. Mientras estemos vivos, esta lucha nunca terminará. Los personajes cambian, los escenarios cambian, pero la batalla sigue siendo la misma: la lucha es siempre y para siempre por la Palabra de Dios. 

Y, por desgracia, he perdido a muchos amigos en esta lucha. He visto—lenta y constantemente—cómo se adelgazaban las filas ministeriales. ¿Por qué hemos perdido a tantos? Porque ya no estaban dispuestos a librar la batalla cuando y donde esta era más feroz.  

Hay un viejo refrán que dice: si libras la batalla en todas partes menos donde más arrecia, eres un soldado infiel. He visto la triste realidad de ese dicho ante mis ojos. Los líderes de la iglesia deben ir al punto del conflicto más feroz, y luego deben permanecer allí.


No basta con posicionarse firmemente donde no hay lucha. El terreno donde se libra la batalla es donde se demuestra la fidelidad.  


Pero comprendo los estragos que puede causar la lucha. Recuerdo haber leído la triste biografía de A.W. Pink, una mente tan formidable y un erudito tan fiel. Pasó la mayor parte de su vida estudiando, predicando y pastoreando y, sin embargo, en sus últimos días, se encontró recluido en un pequeño apartamento de la costa norte de Escocia. Lo único que le quedaba era hostilidad hacia el mundo.  

¿Cómo acabó así?  

A.W. Pink se cansó del rechazo, de la batalla. Dejar el pastorado fue potencialmente el momento decisivo en la caída de A.W. Pink. Se alejó de una congregación amorosa de personas que equilibraban los desafíos y las decepciones del ministerio con amor y ánimo. Abandonar el ministerio pastoral y convertirse en un pastor errante sin ningún lugar al que acudir para ser abrazado y amado es algo peligroso. Deja al pastor vulnerable al cansancio de la lucha. El ministerio consiste en luchar contra el enemigo por el bien de la verdad y la protección de tu pueblo, y luego derramar tu corazón a una congregación de personas que te amarán y te sostendrán en sus corazones. Esto es lo que llena de alegría mi corazón de pastor.    

Soy un defensor de la verdad, y la Iglesia es la columna y baluarte de la verdad. Definitivamente vivo para la verdad. Nunca quiero tergiversar la verdad. Pero una vez que comprendo la Palabra de Dios, no me pasa por la cabeza lo que puedan pensar los demás. Mi suposición es que los santos abrazarán la verdad, y los perdidos la rechazarán. Nuestro Señor enseñó la verdad pura y fue crucificado a mano de las multitudes. El mundo es hostíl a la verdad, lo cual es la razón por la que hay una batalla.


Mi trabajo es defender fielmente la verdad, no complacer a los hombres. 


En los primeros años de mi vida y de mi ministerio pastoral, el enemigo solía estar fuera de la Iglesia: en las sectas, en las falsas religiones y en la flagrante impiedad. Pero ahora el enemigo—parece que cada día más—encuentra nuevas grietas por las que colarse en la Iglesia. En el ministerio actual, casi no recibo hostilidad de los que están fuera de la iglesia, sino que recibo mucha más de los que están dentro de ella. Esto es exactamente lo que Judas dijo que sucedería. Judas escribe:  

Amados, por el gran empeño que tenía en escribiros acerca de nuestra común salvación, he sentido la necesidad de escribiros exhortándoos a contender ardientemente por la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos. Pues algunos hombres se han infiltrado encubiertamente, los cuales desde mucho antes estaban marcados para esta condenación, impíos que convierten la gracia de nuestro Dios en libertinaje, y niegan a nuestro único Soberano y Señor, Jesucristo. (Judas 3–4, cursivas mías) 

¿Por qué lucho? Sencillamente, porque se me ha ordenado. 

En este pasaje se me ordena contender fervientemente por la fe revelada en la Sagrada Escritura que ha sido transmitida una vez y para siempre a los santos. Esta es la esencia misma de la vida cristiana.


La vida cristiana no trata de personalidades u opiniones; se trata de la verdad.  


Judas es el único libro de las Escrituras enteramente dedicado a la lucha por la verdad. En el Nuevo Testamento, Judas se sitúa a la sombra del libro del Apocalipsis, y sigue inmediatamente a 1–3 Juan, libros enteramente dedicados al concepto de la verdad. Por ejemplo, los primeros versículos de 2 Juan dicen:  

El anciano a la señora escogidac y a sus hijos, a quienes amo en verdad, y no solo yo, sino también todos los que conocen la verdad, a causa de la verdad que permanece en nosotros y que estará con nosotros para siempre: Gracia, misericordia y paz serán con nosotros, de Dios Padre y de Jesucristo, Hijo del Padre, en verdad y amor. Mucho me alegré al encontrar algunos de tus hijos andando en la verdad.  (2 Jn. 1–4a, cursivas mías) 

La verdad se repite cinco veces en el discurso inicial de esta carta. El mismo énfasis puede encontrarse en las palabras iniciales de 3 Juan:  

El anciano al amado Gayo, a quien yo amo en verdad. Amado, ruego que seas prosperado en todo así como prospera tu alma, y que tengas buena salud. Pues me alegré mucho cuando algunos hermanos vinieron y dieron testimonio de tu verdad, esto es, de cómo andas en la verdad. No tengo mayor gozo que este: oír que mis hijos andan en la verdad. (3 Jn. 1–4, cursivas mías) 

Las últimas cartas del último apóstol vivo estaban dedicadas a la preeminencia de la verdad. Inmediatamente después de las últimas cartas de Juan está el libro de Judas. El mensaje de Judas es que los creyentes van a tener que luchar hasta el final por la verdad. A medida que se acerca el fin, los falsos maestros se multiplicarán, propagando mentiras que muchos creerán. Como resultado, esta era de la Iglesia es esencialmente una lucha incesante por la verdad, hasta que el Señor regrese.

Fue el Señor quien preguntó: «Cuando el Hijo del Hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?» (Luc.18:8). Qué pregunta tan sorprendente, sobre todo a la luz de lo vibrante que fue el comienzo de la Iglesia. El día de Pentecostés, tres mil almas se convirtieron a la Iglesia. Luego, en los días y semanas siguientes, miles y miles se arrepintieron y creyeron. Esto fue solo en los primeros meses de la iglesia.


Pero la pregunta de Jesús aún permanece: Cuando Él venga, ¿encontrará fe en la tierra?


La implicación es clara: no podemos dar por sentado que la fe se va a extender como un reguero de pólvora por todo el mundo. Las mentiras del enemigo van a intentar—por todos los métodos imaginables—ahogar la expansión de la Iglesia. Las batallas implican oposición. Si piensas que esto es menos que una batalla, el ministerio será un shock total.  

Pablo escribe sobre estos últimos días:  

Pero el Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos apostatarán de la fe, prestando atención a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios, mediante la hipocresía de mentirosos que tienen cauterizada la conciencia (1 Tim. 4:1–2) 

Este versículo advierte de los falsos maestros que han perdido todo temor de Dios, que han cauterizado de tal manera sus conciencias que las han marcado en silencio.  

Pablo advierte a los creyentes tesalonicenses: «Nadie os engañe, porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado» (2 Tes. 2:3). Viene una apostasía, una enorme deserción de la Iglesia.  

El libro de 2 Pedro advierte que vendrán falsos maestros. Pedro escribe: 

Pero se levantaron falsos profetas entre el pueblo, así como habrá también falsos maestros entre vosotros, los cuales encubiertamente introducirán herejías destructoras, negando incluso al Señor que los compró, trayendo sobre sí una destrucción repentina. Muchos seguirán su sensualidad, y por causa de ellos, el camino de la verdad será blasfemado; y en su avaricia os explotarán con palabras falsas. El juicio de ellos, desde hace mucho tiempo no está ocioso, ni su perdición dormida (2 Pe. 2:1–3).

La batalla se libra entre la verdad y los que propagan el error. Pedro escribe que ya vienen; y luego Judas dice que ya están aquí. Los falsos maestros llegaron. Ahora es una parte esencial de la vida cristiana de cada creyente ejercitar el discernimiento y entrar en batalla contra estas amenazas inminentes contra y dentro de la Iglesia.  

La historia de la Iglesia es una larga guerra. Es implacable y exige valentía. El discernimiento es necesario en todo momento. Requiere audacia y sacrificio, sacrificio de popularidad, relaciones y amistades queridas. Pero la verdad vale la pena.