Este es un artículo de nuestra serie «Querido pastor», en el que proporcionamos a pastores reales situaciones ficticias y les pedimos que respondan en una carta. Esta situación—aunque inventada—representa a innumerables pastores que experimentan luchas similares.
Nuestra meta es servirte, querido pastor.


Situación:      

Esta es la tercera llamada telefónica del mes. Tu amigo ha sido el pastor principal de una iglesia local durante casi 5 años.  No ha sido fácil para él.  De hecho, a menudo solicita tu consejo, el cual siempre has estado agradecido por dárselo. Esta vez, sin embargo, la situación es diferente.  Los desafíos rutinarios han dado paso a problemas más complicados y sustanciales. Tu amigo acaba de comentarte que tres familias se están yendo de la iglesia, una de las cuales ha sido parte por más de 20 años.

Como lo has hecho en el pasado, le ofreces algunos consejos. Intentas sacarlo del pozo donde se encuentra. Quieres animarlo. Quieres que escuche y razone. Pero en esta conversación, algo es más pronunciado. Hay algo detrás de su narrativa y de su tono. En este momento, es difícil de identificarlo, incluso más difícil de abordarlo. Anhelando creer lo mejor, te dices a ti mismo: «Él solo se está desahogando». Pero lo que te sorprende es la unilateralidad de su historia. Cuando tu amigo se explaya ves que esto es más que una defensa pasajera. Es un relato épico en el que, como Edmond Dantès, es víctima de la injusticia. Escuchas muy pocos pronombres en primera persona en esta historia.

Después de unos 45 minutos, oran juntos y cuelgan el teléfono. Pero todavía está en tu mente. Así que sientas a escribirle:

Querido pastor:

Estoy muy agradecido por ti. Ha sido una de mis mayores alegrías ver a Dios guiarte a esa iglesia local y orar por ti desde lejos mientras sirves. Es difícil creer que ya han pasado 5 años en tu ministerio actual. Quiero que sepas que nuestra amistad ha sido invaluable en mi propia vida y ministerio. El hierro se afila con el hierro, y tú ciertamente me has afilado, amigo mío.

Sé que a menudo hemos hablado de los desafíos del ministerio y que reconoces que no estás excento de las luchas y los peligros. Es especialmente agotador cuando una dificultad se apila sobre otra y sientes que las paredes de la iglesia se están derrumbando hacia adentro. Después de nuestra última conversación, supongo que te sientes así.

Mientras me expresabas las dificultades más recientes, noté algo en lo que me gustaría que pensaras. No se trata de la iglesia. Ni siquiera se trata de tu situación actual. Se trata, por decirlo de alguna manera, de tu enfoque en el liderazgo. He notado algo en nuestras conversaciones recientes que admito que sentí antes, pero que nunca te mencioné. Querido hermano, nunca te he oído nombrar tus propios fracasos. Nunca te he escuchado confesar tus defectos personales. De hecho, cuando recuerdo nuestras conversaciones, no puedo pensar en un momento en el que hayas sido vulnerable en cuanto a tus debilidades.

Ruego que puedas escuchar el amor en estas palabras. Hermano, considero que necesitas admitir tus fallas.

Esto es más grande y profundo que tu situación actual. Admitir humildemente tus faltas debe convertirse en la postura constante de tu liderazgo. Es extraño decirlo, pero el liderazgo pastoral se basa en la debilidad. Recuerda las palabras de Pablo a Timoteo: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero» (1 Tim. 1:15). Seguro recuerdas la evaluación que Pablo hizo de sí mismo a los corintios: «Yo soy el más insignificante de los apóstoles» (1 Cor. 15:9). Incluso fue tan lejos como para decir que él era el «más pequeño de todos los santos» (Ef. 3:8). No te olvides tampoco de su «aguijón en la carne» paralizante y persistente. Fue el Señor quien le dijo a Pablo: «Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor. 12:9).  Lo que llevó a Pablo a declarar: «Porque cuando estoy débil; entonces soy fuerte».

Puede parecer al revés, pero la debilidad es tu mayor fortaleza. Ahora somos ciudadanos de un reino al revés. Cuando admites tus faltas, aclaras tus fallas y confiesas tus pecados, invitas a otros al proceso de redención y reconciliación. Me doy cuenta de que este tipo de liderazgo es particularmente desafiante en tu contexto. Es probable que algunos en tu equipo de liderazgo te menosprecien por ser vulnerable. Si puedo ser tan atrevido como para decir, ¡está bien!  Deja que tu liderazgo se empape de humildad, arrepentimiento y servicio sacrificial. Tomará tiempo (¡y valentía!), pero exponer tus fallas atraerá a las personas hacia ti y brindará una invitación necesaria para el cambio propulsado por el Evangelio.

Finalmente, en este asunto actual en la iglesia, admite tus faltas. ¿Dónde has pecado? ¿Cómo puedes avanzar en este desafío ministerial reconociendo tus debilidades? Estoy seguro de que has sido agraviado de alguna manera, y estoy seguro de que ha ocurrido una injusticia. Sin embargo, también estoy convencido de que el éxito en el liderazgo pastoral solo se puede lograr a través del quebrantamiento ante el Señor y la humildad hacia los demás. Este fue el camino del Príncipe de los Pastores, quien nos llamó a liderar como los príncipes pecadores.

¡Persevera!

Pastor John

Nota del editor: Para más de nuestra serie «Querido pastor», puedes leer Querido pastor: No te compares.


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