Este es un artículo de nuestra serie «Querido pastor», en el que proporcionamos a pastores reales situaciones ficticias y les pedimos que respondan en una carta. Esta situación—aunque inventada—representa a innumerables pastores que experimentan luchas similares.
Nuestra meta es servirte, querido pastor.


Situación:

Te reunes con un pastor de tu zona para comer. Cuando le preguntas cómo va el ministerio, es como si acabaras de romper una presa. Se desahoga. Su iglesia está pasando por un momento difícil, algunos desaprueban su ministerio y han amenazado con irse. Algunos ya se han ido. Siente que su iglesia está dividida y luego admite que las cosas también han sido difíciles en casa.

No importa cuánto se esfuerce—exhala—parece que las cosas no funcionan. «No sé por qué Dios me hace pasar por esto», admite. Han pasado unos 45 minutos y este pastor no te ha hecho ni una sola pregunta. Es como si la alegría hubiera sido absorbida de su vida. Te identificas con su lucha, pero también te preocupa que este pastor pueda estar cayendo en la autocompasión. Temiendo quebrar una caña cascada, oras por él y pagas por la comida.

Pero mientras conduces a casa, sigues orando por él. No te lo puedes sacar de la cabeza el resto del día. Claro, su ministerio es difícil. Pero él parece estar revolcándose, incluso en ir espiral. Decides sentarte y escribirle una carta.  

Carta:

Querido pastor, 

Mientras conducía a casa después de nuestro almuerzo de hoy, no pude evitar orar al Señor Jesús por ti. Describiste varias luchas y desilusiones tanto en casa como en el ministerio, y mientras hablabas desde lo profundo de tu corazón cargado, resoné con varios aspectos de tus pruebas. La mayoría de los pastores que conozco han sido, en un momento u otro, tentados como tú lo estás siendo ahora.

Pero, mientras me alejaba, se me ocurrió que en nuestra conversación hice más por escuchar que por responder. Si bien esto es comprensible, dado tu deseo de derramar tu corazón, pensé que ahora sería apropiado animarte y aconsejarte con miras a ayudarte, querido hermano. Me gustaría darte algunos consejos basados en la Escritura, que es, por supuesto, como ambos sabemos y afirmamos, el principal lugar al que acudir cuando nos sentimos zarandeados por el dolor, el desconcierto y cualquier forma que tomen las luchas en nuestras vidas como ministros del Evangelio.

Una de las cosas que compartiste conmigo fue la decepción en tu hogar. Aquí es donde tenemos que empezar, no porque haya olvidado o considere sin importancia las luchas que estás enfrentando en el ministerio, sino por el impacto que el tiempo con nuestra esposa e hijos puede tener en el ministerio. Ambos sabemos que si hay luchas dentro del matrimonio, estas tensiones se extienden a nuestras vidas. Tus hijos pueden incluso empezar a notar la tensión entre mamá y papá, lo que también puede llevarles a manifestar su propia tensión hacia ustedes dos.

Como bien sabes, la Escritura no nos da instrucción incierta sobre nuestra vocación como pastores: «Que gobierne bien su casa, teniendo a sus hijos sujetos con toda dignidad (pues si un hombre no sabe cómo gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la iglesia de Dios?)» (1 Ti. 3:4–5). Tu ministerio comienza primero en el hogar; de hecho, es el mismo terreno de prueba para tu llamado como pastor.

Harías bien en sentarte con tu esposa y pedirle que te brinde una evaluación honesta de tu liderazgo en el hogar. Escúchala humildemente aceptando cualquier consejo sabio y amoroso te ofrezca. Confiesa y abandona cualquier cosa que esté impidiendo que tu hogar te respalde como un líder espiritualmente calificado, reflejando así ese liderazgo probado para la Casa de Dios. Si Dios realmente te ha llamado al ministerio en la iglesia, y no dudo que lo haya hecho, debes demostrar este llamado en primero casa como un terreno de prueba para el ministerio en la iglesia. Procura ser irreprochable en ambas esferas, mi querido pastor y hermano.

También, dedicaste mucho tiempo a explicar las desilusiones dentro de la iglesia. Lo que compartiste sobre algunas personas que ya han dejado la iglesia, mientras que otras contemplan la posibilidad de irse, puede ser sumamente doloroso para nosotros como supervisores del rebaño. Creeme, conozco el dolor que esto puede causar en el corazón, y ciertamente escuché el insoportable dolor en tu voz cuando dijiste: «No sé por qué Dios me hace pasar por esto». Pero no olvides que los propósitos providenciales de Dios para las ocasiones de prueba dentro de la comunidad eclesiástica podrían ser una fuerte advertencia para que no te complazcas en la autocompasión, que en sí misma no es más que una máscara para el orgullo y la arrogancia. No digo esto porque pueda ver dentro de tu corazón y saber lo que se esconde allí. Más bien, es una advertencia para que todos nosotros, como responsables ante el Príncipe de los pastores, resistamos la tentación de centrarnos en nuestras propias heridas y no lo suficiente en las batallas espirituales que todos los ministros afrontan a diario. Ten mucho cuidado de que las palabras «No sé por qué Dios me hace pasar por esto» no sean una acusación velada contra nuestro bondadoso y amoroso Padre celestial. Él busca pastores fieles que centren su atención en la guerra espiritual por las almas de las personas. Él te está haciendo pasar por esta temporada porque está luchando contigo, no contra ti. Recuerda, la batalla más poderosa en tu ministerio y en el mío es por el bien del Evangelio y sus profundas raíces implantadas en las almas de las personas confiadas a nuestro cuidado.

Con base en lo que me compartiste durante el almuerzo, permíteme exhortarte a considerar lo que realmente puede estar ocurriendo. Dios podría estar sacando a la luz ciertas actitudes y acciones en el rebaño que entristecen a su Espíritu Santo y que deben ser tratadas. La carta de Pablo a los Gálatas habla de manera directa de estas cosas. Pablo desafió a los Gálatas de la siguiente manera: «Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿vais a terminar ahora por la carne?» (Gá. 3:3).  Tu y yo sabemos, ya que ambos hemos predicado a través de esta epístola, que ciertos enemigos del Evangelio habían entrado a las iglesias de Galacia en Asia Menor para proclamar un falso evangelio: la fe en Cristo más las obras de la carne—incluyendo la circuncisión judía como un requisito para estar bien con Dios. En Gálatas 1, Pablo condena este supuesto «evangelio» junto con aquellos que lo enseñan y abrazan. Con gran preocupación, Pablo también escribe:

¡Oh, gálatas insensatos! ¿Quién os ha fascinado a vosotros, ante cuyos ojos Jesucristo fue presentado públicamente como crucificado? Esto es lo único que quiero averiguar de vosotros: ¿recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe? ¿Tan insensatos sois? Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿vais a terminar ahora por la carne? ¿Habéis padecido tantas cosas en vano? ¡Si es que en realidad fue en vano! Aquel, pues, que os suministra el Espíritu y hace milagros entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley o por el oír con fe? (Gá. 3:1–5)

¿Por qué te digo esto? La gente deja las iglesias por todo tipo de razones. A veces se van por las obras de su carne. Sólo sirven al verdadero Evangelio con sus labios, pero a menudo también son engañados—como el propio desafío de Pablo a estos Gálatas—y abandonan las iglesias que no toleran la expresión continua de tales obras carnales. Como sabes, Gálatas 5:16–26 habla de dos paradigmas totalmente opuestos: las obras de la carne frente al fruto del Espíritu. Aegúrate de que tanto tú como la iglesia manifiesten claramente el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la amabilidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre, el autocontrol y cosas similares (vv. 22–23). Funda tu ministerio en este verdadero Evangelio, tratando de unificar a tu pueblo en torno a la vida del Espíritu. Con tal saturación del Evangelio dentro de la congregación, las obras de la carne se hacen evidentes, revelando a aquellos que no están caminando en el Espíritu. Mata la carne en tu propia vida también, en tu hogar y en tu iglesia. Toma a pecho lo que es la propia autodeclaración de Pablo: «Lejos de mí el gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gá. 6:14).

En Cristo, 

Lance


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