En Eclesiastés, Salomón realiza observaciones y reflexiones acerca del mundo y la vida desde una perspectiva humana, contrastándolas con una perspectiva divina. Como estudiantes y aspirantes a servir a Dios, podemos hacer lo mismo acerca del tiempo y las circunstancias, la motivación, el propósito y la oportunidad para nuestro llamado. Por esa razón, como seminarista culminando sus estudios de la Maestría en Ministerio Bíblico en The Master's Seminary, me permito realizar esta auto-reflexión, esperando que ayude a suscitar un cambio de pensamiento hacia los propósitos y la providencia de Dios. Es mi oración que, como Salomón, esta reflexión evidencie que la naturaleza de nuestro llamado y misión obedece a criterios bastante diferentes a los del «mundo bajo el sol».

El tiempo y las circunstancias

Cuando se trata de querer servir al Señor, pareciera que todos de alguna manera estamos apurados. Sin embargo, Dios no está apurado como nosotros y «sus caminos no son nuestros caminos» (Is 55:8). Sus tiempos tampoco lo son. Por ejemplo, algunos quisiéramos seguir el «camino ideal»; es decir, estudiar en el seminario a los ‘20 (incluido los idiomas bíblicos y posgrados) y tener por delante una «carrera académica y ministerial destacada» para llegar a ser tan fieles como los ministros que admiramos. Sin embargo, no todos siguen esa ruta. En ocasiones, puede que alguien sea llamado al ministerio y se prepare a la mediana edad o incluso otros a una edad avanzada. Como indica Sanders: «Dado que Dios apunta a la calidad de sus escogidos, el tiempo no es un obstáculo para Él»[1]. Es Dios quien nos llama, disponiendo los tiempos y las circunstancias.

La Escritura nos brinda ejemplos de cómo Dios llama y prepara a sus siervos en su tiempo y en las circunstancias que Él designa. En el Antiguo Testamento, vemos cómo Moisés fue preparado 40 años en el palacio del Faraón y 40 años en el desierto antes de ser usado como libertador de su pueblo. José pasó muchas aflicciones y desazón en la prisión (algunos dicen que fueron 17 años) antes de convertirse en el segundo hombre de Egipto y ayudar a su pueblo. David, luego de ser ungido en su juventud por Samuel, no pasó inmediatamente a ser rey de Israel. Pasó mucho tiempo entre Belén, Adulám y Hebrón antes de sentarse en trono de Israel en Jerusalén para liderar la nación de Dios. Él siempre está en control.

En el Nuevo Testamento, Saulo de Tarso, aún con todas sus credenciales, pasó cerca de doce años entre Arabia y Damasco (Gál 1:16–17)[2] preparándose, después de haber sido llamado para servir como apóstol a los gentiles. Como bien indica F.B. Meyer: «Todos necesitamos ir a Arabia para aprender lecciones como estas. El Señor mismo fue conducido al desierto. Y de una u otra forma, cada alma que ha hecho una gran obra en el mundo ha transcurrido por períodos similares de oscuridad , sufrimiento, desilusión o soledad»[3]. No somos la excepción y debemos confiar que el Señor cumplirá su propósito en nuestras vidas.

La motivación

Cuando se trata del servicio al Señor, más que el «qué», a Dios le importa el «por qué» hacemos lo que hacemos; es decir, la motivación. Si lo que nos impulsa es meramente un sentido de auto-realización, logros y reconocimiento, entonces estamos siguiendo el camino equivocado. De igual manera si nuestra motivación es académica, es decir conseguir un A+  para alcanzar una posición destacable, pero no conocer y glorificar a Dios y deleitarnos en su gloria, entonces solamente estamos siguiendo el modelo de lo que ocurre «bajo el sol».  Cuánto bien nos haría recordar que no seguimos una carrera profesional como los del mundo, como bien lo expresa John Piper al decir: «Hermanos ¡no somos profesionales!»[4], somos siervos. Somos instrumentos suyos, cual un telescopio, que permite a otros vislumbrar las grandezas de su gloria.

En el Antiguo Testamento vemos dos ejemplos contrastantes con Saúl y David. La motivación del rey Saúl era buscar su propio bien y su gloria, mientras que a David lo motivaba la gloria y honra de Dios (1 Cr 29), incluso cuando estuvo en lo más profundo de su pecado, como podemos evidenciar en el Salmo 51. En el Nuevo Testamento se evidencia una situación similar entre Diótrefes y Gayo, en 3 Juan. El primero buscaba sólo la preeminencia y su propia gloria, mientras que el otro estaba al servicio de los demás y de la gloria de Dios. Esto hizo que el apóstol elogiara a Gayo. Cuán importante es, de vez en cuando, hacer una pausa en nuestro camino académico y/o ministerial y preguntarnos: ¿por qué lo hago?

El propósito

No podemos elegir el momento del llamado ni tampoco el propósito de este. Eso es cuestión de Dios. Vemos esto con Ester: «¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?» (Est 4:14). Lo mismo sucedió con Abraham cuando Dios lo llamó para hacer de él una nación grande para bendecir a la humanidad (Gn 12:1–2). Igual con Isaías y Jeremías cuando Dios los envió como profetas (Is 6:8, Jer 1:5), así como con Jonás cuando Dios lo envió a predicar a los paganos de Nínive (Jon 1:1–2).

En todos estos casos, como diría el puritano John Flavel (1630–1691), afirmamos lo siguiente: «El más sabio Dios dirige todo providencialmente para su propia alabanza y la felicidad de su pueblo, aunque todo el mundo esté ocupado moviendo sus velas y remando en una dirección contraria a los propósitos de Dios»[5]. Así que debemos confiar y descansar en que nuestro gran Dios soberano dirige nuestros pasos. Mientras tanto, hacemos nuestra la oración de David en el Salmo 25:4–5: «Muéstrame, oh Jehová, tus caminos; enséñame tus sendas. Encamíname en tu verdad, y enséñame, porque tú eres el Dios de mi salvación; en ti he esperado todo el día».

La oportunidad

Así que, sin importar tu edad, ya sea que te encuentres por iniciar tus estudios, cursándolos o por terminarlos (como en mi caso), es bueno que meditemos que en realidad no se trata de nuestros planes y cómo lo demás encaja en ellos. De hecho es al revés: se trata de los planes de Dios y cómo nosotros encajamos en ellos. El seminario seguramente es parte importante del programa de Dios. Es prerrogativa de Dios determinar la oportunidad, situación y propósito para nuestras vidas y ministerio. Es nuestro deber obedecer su llamado. Y cuando gozosos hayamos hecho lo que debíamos hacer en el transcurso del camino, sólo entonces habremos logrado nuestro mayor título: «Siervos inútiles» (Lc 17:10). Entonces podremos concluir junto al Predicador diciendo: «El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre» (Ec 12:13).

Soli Deo gloria.

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[1] J. Oswald Sanders, Sea un líder (Grand Rapids: Editorial Portavoz, 2002), 37.

[2] Ibid., 38.

[3] Ibid.

[4] John Piper, Hermanos, no somos profesionales (Viladecavalls: Editorial Clie, 2010), 18.

[5] Juan Flavel, El misterio de la providencia, trad. Omar Ibáñez Negrete y Thomas R. Montgomery (Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia, 2001), 5.