«Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra». — Isaías 66:2 

 

La humildad ha caído en tiempos difíciles. El mundo no es un lugar que generalmente recompensa la humildad. Si alguna vez hubo una generación del «yo primero», es la nuestra.

Hay muchos ejemplos de orgullo y arrogancia a nuestro alrededor y dentro nuestro. Incluso usamos la expresión «me enorgullesco de ser tan humilde» como parte de nuestro lenguaje. Nuestra civilización está tan inmersa en la vanidad que apenas y lo notamos. De hecho, ser egocéntrico en estos días paga y ¡paga muy bien! El mundo se deleita con aquellos que se colocan en primer lugar, al menos por un tiempo.

¿Sabes qué he notado en mi vida? Veo el orgullo en otras personas mucho más rápido que en mi propia vida. Jesús abordó esta misma tendencia humana y ciertamente no dejó de reprenderla, diciendo: «¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano y no te das cuenta de la viga que está en tu propio ojo?» (Mat. 7:3). ¡Qué natural es reconocer los defectos de los demás mientras justificamos los nuestros!

La Palabra del Señor es clara en Isaías 66:2. Dios mira con favor al que es humilde y contrito. El mundo puede desvalorizar a aquellos que viven en humildad, pero el Señor los mira con aprobación (1 P. 5:5).


Como con todas las cosas relacionadas con obedecer a Dios, la humildad demanda que elijamos complacer al Señor más que anhelar la aprobación de las personas.


Aunque es tentador vivir para los aplausos de quienes nos rodean, es sabio recordar lo fugaz que será verdaderamente la admiración del mundo que nos observa. Aunque la aceptación del mundo puede ganarse rápidamente, también se puede perder con la misma facilidad. Una vez le preguntaron a Winston Churchill si le emocionaba que el salón estuviera lleno y desbordante cada vez que daba un discurso. «Es bastante halagador», respondió, «pero cada vez que me siento así, siempre recuerdo que si en lugar de dar un discurso político, me estuvieran ahorcando, la multitud sería el doble de grande».

En última instancia, una vida dedicada a buscar la aprobación del mundo deja un vacío que nunca puede llenarse. Es una tarea de locos esforzarse por complacer a un mundo absorbido por sí mismo. Los aplausos inevitablemente se convertirán en burlas. En cambio, debemos entregar nuestros corazones y mentes al placer del Señor.

¿Quién es el que complace al Señor? Según Isaías 66:2, es aquel que tiembla ante la Palabra de Dios. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una reacción visceral ante lo que el Señor proclamó en su Palabra? ¿Alguna vez has abierto la Escritura, considerado la santidad de Dios, reconocido todo tu pecado y desobediencia, y te has encontrado temblando ante la realidad de la magnitud de la justicia de Dios?

¡La humildad y el temblor deberían ser respuestas complementarias para aquellos que meditan en la gloria de Dios! En una cultura obsesionada consigo misma, no temblamos reverentemente ante casi nada. Donde no hay humildad, no habrá temblor. Esta humildad de la que hablo no viene naturalmente. ¡De hecho, es bastante ajena a la carne! Es una respuesta que debe cultivarse en nuestros corazones mientras meditamos en el abismo entre lo que pensamos que somos y quien Dios se revela ser. Aunque no podemos conocerlo plenamente, podemos sumergirnos en meditar en su santidad. ¡El impacto de hacerlo es inmenso! 


Si Dios mira con favor al que tiembla ante su Palabra, debemos priorizar el cultivo de la humildad en nuestros corazones.


A medida que nos volvemos cada vez más conscientes de nuestro pecado y nos disgustamos más por él, nos impresionamos menos a nosotros mismos. Cuando comprendemos adecuadamente nuestro pecado y la magnitud de lo que el Señor ha hecho por nosotros, el resultado debe ser un corazón quebrantado y contrito. Debemos temblar ante la Palabra de Dios.

En cierta ocasión, preguntaron a George Mueller cuál era el secreto de su vida y ministerio. Su respuesta fue impactante. Dijo: «Hubo un día en el que morí, completamente muerto; muerto para George Mueller, sus opiniones, preferencias, gustos y voluntad; muerto para el mundo, su aprobación o censura; muerto incluso para la aprobación o crítica de mis hermanos y amigos, y desde entonces he procurado mostrarme aprobado solo ante Dios».

Que hoy encontremos la gracia para vivir en humildad y, una vez más, temblar ante la santidad de Dios. Es en ese momento de desesperación donde encontraremos todo lo que necesitamos para vivir con fortaleza y poder espiritual.