Vivir en santidad no es para débiles. Requiere paciencia, perseverancia y dependencia. En un mundo cada vez más hostil, vivir una vida santa puede ser un verdadero reto para el creyente, sobretodo porque hoy en día la verdad se ha convertido en algo relativo. Para muchos, simplemente no es relevante. Sin embargo, la Escritura es clara en cuanto a que el creyente debe vivir santamente —independientemente de dónde se encuentre y de la situación que enfrente— puesto que Él es santo (1 P. 1:16). La santidad es una de las doctrinas prácticas del cristianismo. No es algo que solo debes conocer. Toda persona que se haya arrepentido de sus pecados y que confiese que Jesucristo es su Señor y Salvador (Ro. 10:8) tiene el privilegio y responsabilidad de ser un testimonio vivo de la obra regeneradora de Jesús en su vida.

Dios es santo y no cambia, así como tampoco lo hacen sus estándares. La Biblia enseña que «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (He. 13:8). Esta porción del libro de Hebreos es una declaración preciosa de la inmutabilidad de Dios. El creyente puede tener la certeza y seguridad de que es hijo de y sirve a un Dios santo, poderoso y soberano que no cambia, que se ha revelado y se ha dado a conocer desde el principio como tal: «Porque yo soy el Señor vuestro Dios. Por tanto, consagraos y sed santos, porque yo soy santo» (Lv. 11:44a). Verdaderamente hay un llamado por parte de Dios a la santidad. Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, tanto en Levítico como en 1 Pedro, Dios manda a los suyos a vivir vidas santas porque Él es santo. Él es el mismo. El estándar no ha cambiado, la vara de medición sigue siendo la misma. Hay consistencia en el llamado de Dios a vivir una vida santa. Es un mandato que debe cumplirse. Por eso, todo creyente genuino debe anhelar esta verdad y perseverar en vivir santamente todos los días de su vida.

Relaciones piadosas en familia

Si bien es cierto que el creyente tiene el privilegio de pertenecer a la familia más grande y hermosa que existe sobre la faz de la tierra: la familia de Dios —la Iglesia—, también debe entender que hay relaciones adicionales que deben caracterizarse por la santidad. La familia de cada creyente no es la excepción a esto. El cristiano debe modelar el carácter de Cristo con cada uno de los miembros de su familia. Debe vivir piadosamente, de tal manera que el Señor sea honrado y que no haya oportunidad de ser un mal testimonio. Mucho está en juego. Si verdaderamente el cristiano es quién dice ser: hijo de Dios, habrá evidencia —fruto— como testimonio de ello. R.C. Sproul, en su libro «La santidad de Dios», afirma lo siguiente: «La verdadera fe siempre produce una conformidad real a Cristo. Si la justificación nos sucede, entonces la santificación seguramente la seguirá. Si no hay santificación, significa que nunca hubo justificación»[1]. Si eres hijo de Dios, debes obedecer a tu Señor, buscando agradarle y cumplir su voluntad, «lo que es bueno, aceptable y perfecto» (Ro. 12:2).

El deseo de Dios de ver a sus hijos viviendo en santidad es hecho manifiesto cuando Jesús ora al Padre, diciendo: «Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad» (Jn. 17:17). Esto no se refiere únicamente al contexto de la iglesia. No se trata de vivir vidas santas al encontrarse con hermanos en la fe nada más. El cristiano debe «[vivir] de una manera digna de la vocación con que [ha] sido [llamado]» (Ef. 4:1), ya sea en la iglesia, en el trabajo o en casa con su familia.

El pecado mina las distintas relaciones interpersonales, especialmente las relaciones familiares. Por eso, cada día es más común encontrar discordias, pleitos y enemistades entre parientes cercanos. Hay divisiones familiares provocadas por la disputa de herencias o simples desacuerdos, por ejemplo. A menudo, estas roturas llevan a consecuencias muy trágicas: odio, ira, homicidio, violencia, rechazo, venganza o actos atroces. Es de esperarse cuando el Señor no está en medio de una relación, cuando no se vive en santidad sino sujeto a pasiones y emociones bañadas de orgullo y egoísmo. Verdaderamente para el cristiano es muy difícil sostener relaciones piadosas con los diferentes miembros de la familia, si es en sus propias fuerzas.

El camino equivocado

Sin embargo, esto no es nuevo. Dios advirtió a Caín lo siguiente en Génesis 4:7: «el pecado yace a la puerta y te codicia». Sin embargo, Caín hizo caso omiso a lo que sigue: «pero tú debes dominarlo» (Gn. 4:7). Caín lo había experimentado y sabía lo que Dios estaba diciéndole, pero de igual forma no se controló. No dominó ese pecado que tocó a su puerta. Por eso, este hombre pasaría a la historia como el autor intelectual y material del primer caso bíblico de envidia, egoísmo y asesinato. Por primera vez, un hombre levantaba su mano contra su hermano: «Y Caín dijo a su hermano Abel: vayamos al campo. Y aconteció que cuando estaban en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel y lo mató» (4:8).

Este triste acto ilustra lo que el pecado es capaz causar en el ser humano. Tan poderoso fue el egoísmo y la envidia que Caín sintió en contra de su hermano Abel, que terminó quitándole lo que Dios le había dado: la vida. Esto trajo consecuencias devastadoras sobre sí mismo y su descendencia. Caín fue maldecido (4:11) y sería «vagabundo y errante» (4:12), viviendo en temor. Una vez que se deja entrar al pecado, causará dolor y devastación. Sin Cristo, las relaciones son duras, sufridas e irreconciliables. Solo viviendo una vida piadosa en completa dependencia del Señor hará que vivas santamente como hermano, a diferencia de Caín.

El camino correcto

Solo un corazón regenerado por Cristo, que anhela vivir agradando a Dios, que renuncia cada día al orgullo y que vive aferrado a su Señor, puede vivir en santidad personal y en cada una de las relaciones interpersonales en las que esté involucrado. Esto incluye las relaciones familiares más cercanas tales como hermanos y primos, entre otros. A lo largo de la Biblia se encuentran enseñanzas sabias que, al ponerlas en práctica en dependencia del Espíritu Santo, harán que el carácter de Dios se forme poco a poco en la vida del creyente. Es indispensable que el cristiano se aferre a la verdad de la Escritura para ser transformado, buscando sabiduría de lo alto para aprender a vivir en santidad. Un ejemplo de ello se encuentra en el libro de Proverbios: «La discreción del hombre le hace lento para la ira, y su gloria es pasar por alto una ofensa» (Pr. 19:11). Incluso si tu hermano, tu primo, tu sobrino o cualquier otro familiar cercano te ofendió, debes ejercer dominio propio. Debes evitar ser como Caín. Realmente no era algo serio lo que sucedió con Abel. Simplemente se dejó dominar por el pecado. Podría haber no mucha diferencia entre el enojo de Caín y el enojo que llegues a sentir contra tu hermano. Ten mucho cuidado y no te dejes dominar por el pecado, sino que satúrate de la Palabra de Dios, dependiendo de tu Señor en todo momento. Es Él quien es «lento para la ira y abundante en misericordia» (Nm. 14:18), no tú; por lo tanto, aférrate a Él y acude a Él, de tal manera que puedas ser como Él.

Por la gracia de Dios, el cristiano ha sido «[sellado] en Él con el Espíritu Santo de la promesa, que [le] es dado como garantía de [su] herencia, con miras a la redención de la posesión adquirida de Dios, para alabanza de su gloria» (Ef. 1:13–14). Por lo tanto, tu vida no puede reflejar nada diferente que una vida consagrada al Señor. Tanto tus padres, como tus hermanos, primos y demás familiares deben ser partícipes de ese testimonio. Además, si alguno de ellos no es creyente, tu responsabilidad es aún mayor. Ten cuidado. No dejes de lado tu testimonio como hijo de Dios. No des lugar para que hablen mal de Cristo. Testifica a todos con tus acciones que eres cristiano. Busca vivir de acuerdo a tu posición en Cristo (Gl. 2:20), «[haciendo] todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por medio de Él a Dios el Padre» (Col. 3:17). Recuerda que eres de Dios y, como tal, “no [te] ha llamado a impureza, sino a santificación” (1 Ts. 4:7).

Una vida santa refleja amor por Jesús (Jn. 14:15). Si quieres que tu relación con tu hermano, primo o pariente cercano se caracterice por la piedad, debes primero amar a tu Dios «con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc. 10:27). No puedes amar de una manera diferente a esto. No hay atajos. No hay alternativas. Ama a tu hermano, no cedas ante el pecado que toque a la puerta. No cedas a tu orgullo y emociones. Procura siempre su bienestar. Busca agradar a Dios a través de tu trato. Vive para Dios y sé testimonio siempre, amando a todo el que esté a tu alrededor y buscando servir en lugar de ser servido. Comienza por tu casa, por tu familia. Que siempre testifiques de Jesucristo ante el mundo manteniendo relaciones piadosas con tu hermano y tu familia para la gloria de Dios, consistente con la fe que profesas, «estando convencido precisamente de esto: que el que comenzó en [ti] la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús» (Fil. 1:6).

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[1] R. C. Sproul, La santidad de Dios (Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia, 1998), 141.


 

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